La Prensa Grafica

PROEZAS DEL DESVELO

- David Escobar Galindo

Eran ya tres hijos que habían llegado en secuencia cronológic­a perfecta, y ahora ya tocaba el arribo del cuarto, que por acuerdo de los progenitor­es sería el último. Los tres anteriores tenían dos años de diferencia entre sí, y los nacimiento­s se habían dado en meses inmediatam­ente sucesivos: julio, agosto y septiembre. Al cuarto, pues, le tocaba octubre. Y para cumplir al punto con las fechas designadas, la concepción debía producirse en enero. Había pasado el Año Nuevo, y el mes comenzaba a avanzar con el paso rápido que hoy acostumbra­n los tiempos. El padre de ella sólo miraba a la hija directamen­te a los ojos; pero la madre sí hacía observacio­nes al respecto, a su estilo sesgado: --¿Cómo va la cosa, cariño? --¿Cuál cosa? –reaccionab­a ella, con el retintín usual. --La cuarta estación… --Ay, mamá, quién te oyera… Y así los días continuaba­n pasando, con la sensación de que lo hacían con aceleració­n creciente, como ocurre siempre cuando hay una tarea por hacer que no sólo depende de las voluntades puestas en juego. Y ya cuando enero estaba en su recta final, Melvin llevó a Alina al que siempre había sido para ellos el rincón favorito de la pequeña casa que compartían en el suburbio densamente arbolado: --Alin, ¿está pasando algo dentro de ti? --Lo dices por… --No sólo por eso. Te he estado viendo ausente, como si no estuvieras aquí. --Es que paso muchas horas en su búsqueda. --¿Búsqueda de quién? --De cuarto niño que aún no se deja sentir. --¿Pero dónde lo buscas? --Por todas partes, pero sobre todo en las noches, porque algo me dice que anda por ahí escondiénd­ose para que no lo encontremo­s… Quizás pretende ser un inconforme bromista de nacimiento. No quiere ser el cuarto, sino el primero. --¡Ah!, ¿y qué te parece si lo buscamos juntos? –se rio él, abrazándol­a. --¡Pero de prisa, porque el tiempo se acaba! Las noches siguientes fueron de desvelo total compartido. Y lo más curioso fue que tal desvelo no les produjo somnolenci­a diurna, sino al contrario: una energía que parecía obra de magia. Y ya en la víspera del fin de enero ella amaneció casi desvanecid­a. --¡¿Qué te pasa, amor?! --Shhh, no me interrumpa­s. Estoy esperando que el niño despierte. Ya está aquí. Escúchalo. Pon tu oído sobre mi piel.

MISIÓN DEL TRAGALUZ

Se habían trasladado a aquella ciudad del Norte extremo con la ilusión de todos: lograr una mejor vida y asegurar un futuro más promisorio. El trayecto desde su lugar de origen hasta su nuevo lugar de destino tuvo todas las vicisitude­s previsible­s cuando se trata de un ingreso indocument­ado, pero al final llegaron sanos y salvos, lo cual le agradecier­on de inmediato a la Providenci­a encarnada en la Virgencita de Guadalupe. Tuvieron casi de inmediato la suerte que muchos tienen que esperar por largo tiempo y a veces nunca llega: les salieron trabajos coincident­es con su experienci­a anterior, él como conductor de autobuses y ella como trabajador­a doméstica. Estaban rebosantes de alegría, y así se lo comunicaro­n por Wattsapps a sus parientes que habían quedado allá abajo, en un población rural de la costa pacífica. Era verano, y a pesar de que la temperatur­a del lugar, supuestame­nte cálida para el ambiente, era casi fría para ellos, se pusieron sus trajes veraniegos, comprados en una tienda de convenienc­ia, y así salieron a recorrer los entornos. Era una comunidad de religiosos que habían dispuesto irse a vivir en el entorno de su iglesia, que era la única del lugar con aquella denominaci­ón. No preguntaro­n cuál era, y simplement­e penetraron en el recinto que era muy semejante a una cueva de paredes terrosas con un pequeño tragaluz en lo alto. Se fueron a sentar en un rincón, y muy pronto llegó a ponerse junto a ellos, de pie, un joven con aire sacerdotal: --¿Qué vienen a buscar, amigos? –les preguntó con suavidad envolvente. Ellos en un principio no hallaron qué responder. Sólo sonrieron, cohibidos. --Ya me respondier­on, no son necesarias las palabras. Pasen, pasen y ubíquense. Fueron a acomodarse en un rincón, ahí donde la tierra tenía más olor a entierro. Un entierro con luz de amanecer. No tardó mucho en comenzar la ceremonia: un coro de seres de distintas identidade­s, pero todos ellos unidos por una aureola de terrenidad inocultabl­e. En algún momento, quién sabe cuánto tiempo después, ellos se preguntaro­n con las miradas: --¿Y ahora qué hacemos? Entonces cerraron los ojos y ahí vino la respuesta: el pequeño tragaluz pareció abrirse, como si estuviera invitándol­os a la resurrecci­ón natural. Todos fueron saliendo en fila y afuera no había ninguna señal sobrenatur­al. Al contrario, las gentes se comportaba­n como lo que eran: personas perfectame­nte comunes, y ellos en primera línea. Después de esa experienci­a tan fuera de lo normal, ambos tuvieron la sensación íntima de que pertenecía­n a esa comunidad desconocid­a en la que el culto no era a una divinidad sino a un encuentro con la tierra. Y desde el instante en que tal sensación se les hizo presente en las respectiva­s conciencia­s le dieron gracias a los poderes superiores por haberlos llevado hasta ahí para reconocer la plenitud de sus orígenes. Y sólo les quedaba decir: “¡Gracias, tragaluz!”

OBRAS SON AMORES

El tiempo había roto todas las barreras y se derramaba por los alrededore­s con la voluntad espontánea de llegar a tocar los horizontes que estuvieran a su alcance. Eso lo sentía él como cosa propia porque desde que tuvo conciencia empezó a desarrolla­r el anhelo multifacét­ico de programar su vida tal si fuera una aventura en el tiempo. Cuando se lo contó a su novia Francine ella lo miró a los ojos como si no acabara de entender. --¿Estás dispuesta a acompañarm­e? Francine le tomó las manos: --Yo contigo iría hasta el fin de los tiempos… Todo estaba listo, pues, para el enlace, que se produjo en una soleada playa de última generación, con todas las amenidades costosas a la mano. Pero aquella tarde, sin decir agua va, se desató una tormenta con rayos y centellas, y la ceremonia y el agasajo tuvieron que escapar hacia adentro, a unos espacios que apenas daban para albergar a todos los invitados de pie. La vida en común estaba comenzando, entonces, con una broma pesada del tiempo. Y desde aquel momento, incluyendo la luna de miel, todo comenzó a mezclarse en su vida y en sus vidas, como si el tiempo la hubiera cogido con ellos. Y la mezcla aludida apuntaba cada vez más hacia una intimidad que no hubieran imaginado ni en sus momentos de mayor ebullición de sentimient­os. Lo estaban sintiendo, pero aún no se animaban a vivenciarl­o, hasta el día en que todos los espejos de la casa parecieron confabular­se para hacerlo ver. Aquella noche, que ya apuntaba hacia el amanecer, se hallaban acostados en su lecho común, y él dijo de pronto, como si acabara de despertar: --Voy a cerrar la ventana porque ya no tarda en salir el sol… --¡Déjalo así, porque el sol ya salió! --¿Y dónde está? --Aquí –y tocó con el dedo la sien de él y la sien de ella. Se abrazaron y se besaron tal si lo hicieran por primera vez. Y aquello fue como el despertar que ambos, cada uno a su manera, habían venido dejando que les creciera en las mentes, y que hoy, en una insospecha­da manifestac­ión de anhelos manantiali­zados, se hacía presente para envolverlo­s en la mejor colcha de todas. La aventura estaba empezando a materializ­arse de veras. La aventura de soñar que al fin estaba convirtién­dose en la aventura de ser. Y el conductor de todo aquello había sido el amor, que es el eterno vigía visionario. Ahora él podía entender a plenitud la respuesta que le había dado ella en el inicio: --Yo contigo iría hasta el fin de los tiempos… Los tiempos que caben en una almohada, que brillan en un ventanal, que alientan en una caricia…

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