Es indispensable activar los mecanismos del diálogo para que la dinámica política pueda ser eficiente de veras
Cuando se habla de los resultados que ha tenido la solución política de la guerra interna de nuestro país en los ya casi 30 años desde que se firmó el Acuerdo de Paz, con gran frecuencia se concluye que dicho Acuerdo ha tenido muy pocos efectos en el terreno. Esta es una percepción básicamente superficial, porque no toma en cuenta cuáles fueron los dos objetivos básicos de dicho Acuerdo: terminar con la lucha armada en el terreno y abrirle espacios al escenario competitivo de una democracia sin exclusiones políticas o ideológicas. Esos dos objetivos se han cumplido en pleno, y lo que en verdad no ha funcionado como se esperaba es el desempeño de los actores sobre el escenario, que ya es parte fundamental de la etapa posterior a la guerra y al Acuerdo que le puso fin.
Así las cosas, lo que todos los actores políticos estaban llamados y obligados a aplicar una vez abierto el escenario político para el desempeño de todas las fuerzas dentro de él era la continuación responsable de la metodología que posibilitó la solución del conflicto bélico: el diálogo permanente con disposición de encontrarles soluciones a los diversos problemas que se van presentando en el seno de la realidad, algunos de ellos de carácter estructural y muchos otros de naturaleza coyuntural. Esto es lo que naturalmente hay que potenciar e impulsar en cualquier experiencia democratizadora que merezca el nombre de tal: sumar voluntades, por diversas y diferentes que sean, en un ejercicio conducente hacia el bien común por la vía de los entendimientos responsables.
La problemática nacional está cundida de desafíos que se van acumulando peligrosamente en la medida en que no hay respuestas suficientes a lo que requiere y demanda cada uno de ellos. Como es lógico y esperable, los desafíos son de las más variadas índoles, y para cada uno de ellos hay que buscar y aplicar los tratamientos adecuados. Y en la base de todo tiene que estar el método de trabajo, que debe ser el que corresponda a la naturaleza de las cuestiones que se presentan y de los fines que se buscan. Dadas las condiciones en que ahora se mueve la realidad nacional y las complejidades propias de este momento histórico en nuestro país y en el mundo, la conflictividad agresiva es más contraproducente que nunca y la armonía bien administrada es el único camino seguro.
Aunque hay áreas en las que se están viendo avances muy prometedores, como por ejemplo el área de la seguridad, en términos generales falta muchísimo por hacer para que nuestro país pueda sentir que va entrando en una ruta de estabilidad y de progreso permanentes. Y para lograr y asegurar que todo esto se dé es absolutamente preciso que las fuerzas y los liderazgos de toda índole, y muy en particular los que corresponden a las áreas políticas y gubernamentales, entren en fase de auténtica racionalidad, tanto en los métodos como en los fines.
Y ya no estamos en momento para conformarse con las meras declaraciones de propósitos ni para que los sectores y actores nacionales más representativos se queden esperando que el futuro venga por su cuenta. Todos, independientemente de sus identidades y de sus procedencias, tienen que colaborar pacíficamente y con intención constructiva real a que los problemas entren en fase resolutiva y a que las soluciones vayan empalmando con lo que el país demanda.
A las personas que están en las posiciones principales de poder, tanto en lo público como en lo privado, les corresponde la máxima responsabilidad para que haya normalidad en serio y progreso en perspectiva. Lo realmente importante y significativo es que la lógica de los sanos entendimientos asuma el rol que le toca dentro de una práctica democrática bien vivida.
LA CONFLICTIVIDAD AGRESIVA ES MÁS CONTRAPRODUCENTE QUE NUNCA Y LA ARMONÍA BIEN ADMINISTRADA ES EL ÚNICO CAMINO SEGURO.