EMPIEZA LA CAMPAÑA: CUANDO EL INSULTO NO DA CAMPO AL RAZONAMIENTO
Pero precisamente por eso es que ayer como hoy, ni el oficialismo rampante ni las fuerzas que deberían servir de balance se han interesado en otra actitud del electorado que no sea la de aplaudir desde la comodidad del hogar, mancharse el dedo un domingo de febrero y no hacer preguntas ni en tres ni en cinco años.
Si bien los partidos políticos no pueden ser culpados del mayoritario desinterés en la discusión de la agenda pública ni del famélico civismo de esta época, tampoco se han esforzado por combatirlo. Y las puertas de una nueva campaña electoral no son precisamente un buen momento para creer que ese establishment incentivará el pensamiento crítico de la ciudadanía.
Aunque las ideologías en su sentido peyorativo, esto es una suma de eslóganes y de consignas sin un análisis ni una cosmovisión integral detrás suyo, hayan perdido su fuerza en el colectivo salvadoreño, la tendencia a reducir la participación política a un juego de aficiones se mantiene. Es una práctica más lúdica que racional: unirse al concierto de insultos y descalificaciones que las cúpulas alientan desde sus órganos de comunicación, a veces de modo abierto y en otras de manera velada, apenas en el círculo familiar o laboral.
Este modo de "estar" en la política es a la vez menos cívica y más cómoda para una nación perezosa. Por un lado, cualquiera puede sentirse parte sin necesidad de mayores razonamientos porque el epíteto infame sustituye cualquier necesidad de razonamiento. Cuando lo único que se le pide al votante para sumarse a un movimiento es compartir la dialéctica por más ofensiva que esta sea, sin motivaciones ni explicaciones, sin contexto ni profundización de motivos, sin agenda ni valores que discutir, se renuncia a la adhesión de los sectores más ilustrados pero se tiende un puente por el que muchos otros querrán pasar.
Desde el despertar democrático salvadoreño y con la debilitación del universo maniqueo en el que vivimos durante los años ochenta, hay amplios sectores que deambulan entre unas y otras banderas. Puntualmente, no se vota a favor de un proyecto sino como manifestación del descontento con el estado de las cosas, de la economía, de la falta de oportunidades, de la incapacidad del Estado para garantizar un mínimo de bienestar. Esa ecuación le dejó las cosas fáciles a la partidocracia de ayer y de ahora: para despertar el sentido de pertenencia quizá baste con gritar más alto, prometer más fuerte y culpar a más gente de los problemas estructurales de El Salvador.
Entre desesperado por la cada vez más profunda crisis económica y decepcionado por los voceros del cambio que lo engañaron ayer, mucho elector se debatirá estas semanas entre si abrir otra caja de Pandora o no participar en el evento de febrero. Tristemente, ocupar las próximas semanas para entender de modo sensato lo que ocurre, las fuerzas fácticas que se mueven detrás de las posiciones de unos y otros, la agresión a los contrapesos que está consumándose y el riesgo que eso tiene para un Estado en precariedad financiera y con el sambenito de poco confiable para la comunidad internacional, no es una posibilidad.
A más civismo, más interés en la cosa pública, un ojo más educado, una posición más crítica ante los partidos políticos y menos docilidad ante la dialéctica de contrarios que nutre a ciertos sectores en desmedro de la convivencia. Pero precisamente por eso es que ayer como hoy, ni el oficialismo rampante ni las fuerzas que deberían servir de balance se han interesado en otra actitud del electorado que no sea la de aplaudir desde la comodidad del hogar, mancharse el dedo un domingo de febrero y no hacer preguntas ni en tres ni en cinco años.