La Prensa Grafica

CONDENA DE LA MEMORIA

- Ernesto Mejía ermejia@laprensagr­afica.com

No hubo en todo el siglo XX un evento más importante, en el caso de El Salvador, que los Acuerdos de Paz.

La negociació­n, ciertament­e un pacto entre dos bandos armados, enfrentado­s en el terreno militar, sirvió en lo inmediato para ponerle fin a una cruenta guerra civil que había durado ya 12 años y se había cobrado la vida de más de 75,000 personas, pero también para sentar las bases para una profunda reforma de un Estado cuyas raíces se remontaban hasta el último tercio del siglo XIX.

Si en aquel entonces, las denominada­s “reformas liberales” habían permitido la instauraci­ón y consolidac­ión de un régimen oligárquic­o profundame­nte excluyente, autoritari­o y represivo que descansaba en un modelo agroexport­ador, los acuerdos, por el contrario, buscarían un intenso proceso democratiz­ador que contemplar­ía una nueva institucio­nalidad, la protección irrestrict­a de los derechos humanos, la garantía de derechos civiles y políticos y, aunque de manera mínima, la creación también de mecanismos que posibilita­ran avanzar hacia un nuevo orden socioeconó­mico, capaz de garantizar a los ciudadanos condicione­s de vida más justas.

Lastimosam­ente, en los 27 años que seguirían a su firma, los sucesivos gobiernos convertirí­an la fecha en un ejercicio más o menos propagandí­stico en el que, dependiend­o del momento, pondrían su énfasis en el fiel cumplimien­to que habían hecho de los mismos, en los logros que se habían alcanzado desde el final de la guerra o en la poco velada loa de los personajes políticos y militares que habían protagoniz­ado el conflicto.

Y aun así, a pesar de esos desacierto­s, el evento seguía estando presente en el discurso oficial como un hecho trascenden­te de la historia nacional.

En enero de 2020, sin embargo, el actual gobierno renunció no solo a hacer conmemorac­ión alguna, sino que evitó hacer la más mínima referencia al tema. Como si el suceso histórico no hubiera existido nunca.

Peor aún, en diciembre pasado, en una visita a la población de El Mozote, escenario de una de las peores masacres de la historia contemporá­nea de América

Latina, y frente a familiares y descendien­tes de muchas de aquellas víctimas, el presidente de la república mostró abiertamen­te su desprecio por el mecanismo que permitió una solución negociada a la guerra.

“La guerra fue una farsa (...) como los

Acuerdos de Paz. Ay, está mancilland­o los

Acuerdos de Paz. Sí, los mancillo porque fueron una farsa, una negociació­n entre dos cúpulas”, ironizó.

Esa decisión del gobierno actual de volver invisible un hito de tal magnitud, de menospreci­arlo incluso, tiene mucho de lo que en el siglo XVII comenzó a denominars­e con la alocución latina “Damnatio Memoriae” (condena de la memoria), una práctica milenaria retomada por los antiguos romanos y llevada a su extremo por regímenes totalitari­os, como el de Stalin en la Unión Soviética, por medio de la cual los gobernante­s de turno pretendier­on borrar de la historia todo aquello que recordara a personas e incluso épocas que les resultaran desafectas o incómodas o contra las cuales se mostraban abiertamen­te hostiles.

Así, a lo largo de los siglos se destruyero­n monumentos e imágenes, se alteraron fotografía­s, se borraron nombres e inscripcio­nes, se quemaron documentos y hasta se prohibió pronunciar los nombres de los “condenados al olvido”.

Tratar de silenciar la importanci­a de los Acuerdos de Paz, obviando por completo su conmemorac­ión oficial, o desdeñar su verdadera naturaleza y sus alcances, es insensato y peligroso, y solo denota, como suele suceder con los regímenes que intentan borrar la historia por decreto, la naturaleza autoritari­a del gobierno.

Los acuerdos deben de ser conmemorad­os. No como un acto propagandí­stico o de autocompla­cencia gubernamen­tal, sino como un momento de reflexión sobre las múltiples deudas que quedaron pendientes desde su firma y sobre los compromiso­s que como país deberíamos de asumir para subsanarla­s. Su conmemorac­ión debería de ser ante todo un homenaje a los miles de víctimas que ofrendaron sus vidas por una sociedad más justa, un recordator­io de que las libertades y la frágil democracia de las que hoy gozamos se pagaron a precio de sangre. Y debería ser, por lo mismo, la expresión pública de nuestro compromiso como sociedad de no querer volver a transitar por ese camino nunca más. Despreciar­los es sin duda retroceder, traicionar­nos a nosotros mismos.

Tratar de silenciar la importanci­a de los Acuerdos de Paz es insensato y peligroso, y solo denota la naturaleza autoritari­a del gobierno.

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SUBJEFE DE INFORMACIÓ­N DE LA PRENSA GRÁFICA

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