CONDENA DE LA MEMORIA
No hubo en todo el siglo XX un evento más importante, en el caso de El Salvador, que los Acuerdos de Paz.
La negociación, ciertamente un pacto entre dos bandos armados, enfrentados en el terreno militar, sirvió en lo inmediato para ponerle fin a una cruenta guerra civil que había durado ya 12 años y se había cobrado la vida de más de 75,000 personas, pero también para sentar las bases para una profunda reforma de un Estado cuyas raíces se remontaban hasta el último tercio del siglo XIX.
Si en aquel entonces, las denominadas “reformas liberales” habían permitido la instauración y consolidación de un régimen oligárquico profundamente excluyente, autoritario y represivo que descansaba en un modelo agroexportador, los acuerdos, por el contrario, buscarían un intenso proceso democratizador que contemplaría una nueva institucionalidad, la protección irrestricta de los derechos humanos, la garantía de derechos civiles y políticos y, aunque de manera mínima, la creación también de mecanismos que posibilitaran avanzar hacia un nuevo orden socioeconómico, capaz de garantizar a los ciudadanos condiciones de vida más justas.
Lastimosamente, en los 27 años que seguirían a su firma, los sucesivos gobiernos convertirían la fecha en un ejercicio más o menos propagandístico en el que, dependiendo del momento, pondrían su énfasis en el fiel cumplimiento que habían hecho de los mismos, en los logros que se habían alcanzado desde el final de la guerra o en la poco velada loa de los personajes políticos y militares que habían protagonizado el conflicto.
Y aun así, a pesar de esos desaciertos, el evento seguía estando presente en el discurso oficial como un hecho trascendente de la historia nacional.
En enero de 2020, sin embargo, el actual gobierno renunció no solo a hacer conmemoración alguna, sino que evitó hacer la más mínima referencia al tema. Como si el suceso histórico no hubiera existido nunca.
Peor aún, en diciembre pasado, en una visita a la población de El Mozote, escenario de una de las peores masacres de la historia contemporánea de América
Latina, y frente a familiares y descendientes de muchas de aquellas víctimas, el presidente de la república mostró abiertamente su desprecio por el mecanismo que permitió una solución negociada a la guerra.
“La guerra fue una farsa (...) como los
Acuerdos de Paz. Ay, está mancillando los
Acuerdos de Paz. Sí, los mancillo porque fueron una farsa, una negociación entre dos cúpulas”, ironizó.
Esa decisión del gobierno actual de volver invisible un hito de tal magnitud, de menospreciarlo incluso, tiene mucho de lo que en el siglo XVII comenzó a denominarse con la alocución latina “Damnatio Memoriae” (condena de la memoria), una práctica milenaria retomada por los antiguos romanos y llevada a su extremo por regímenes totalitarios, como el de Stalin en la Unión Soviética, por medio de la cual los gobernantes de turno pretendieron borrar de la historia todo aquello que recordara a personas e incluso épocas que les resultaran desafectas o incómodas o contra las cuales se mostraban abiertamente hostiles.
Así, a lo largo de los siglos se destruyeron monumentos e imágenes, se alteraron fotografías, se borraron nombres e inscripciones, se quemaron documentos y hasta se prohibió pronunciar los nombres de los “condenados al olvido”.
Tratar de silenciar la importancia de los Acuerdos de Paz, obviando por completo su conmemoración oficial, o desdeñar su verdadera naturaleza y sus alcances, es insensato y peligroso, y solo denota, como suele suceder con los regímenes que intentan borrar la historia por decreto, la naturaleza autoritaria del gobierno.
Los acuerdos deben de ser conmemorados. No como un acto propagandístico o de autocomplacencia gubernamental, sino como un momento de reflexión sobre las múltiples deudas que quedaron pendientes desde su firma y sobre los compromisos que como país deberíamos de asumir para subsanarlas. Su conmemoración debería de ser ante todo un homenaje a los miles de víctimas que ofrendaron sus vidas por una sociedad más justa, un recordatorio de que las libertades y la frágil democracia de las que hoy gozamos se pagaron a precio de sangre. Y debería ser, por lo mismo, la expresión pública de nuestro compromiso como sociedad de no querer volver a transitar por ese camino nunca más. Despreciarlos es sin duda retroceder, traicionarnos a nosotros mismos.
Tratar de silenciar la importancia de los Acuerdos de Paz es insensato y peligroso, y solo denota la naturaleza autoritaria del gobierno.