DESERCIÓN Y DESNUTRICIÓN, UN RIESGO EN CRECIMIENTO PARA EL SISTEMA ESCOLAR
Pero si algo hemos aprendido es que el enfrentamiento a la pandemia es tan importante como la consideración de los problemas asociados a la desactivación de la economía, así como que simplificar esta materia se traducirá en ayes posteriormente. Y tal es el caso del sistema educativo.
El cuándo y cómo podrán volver niñas y niños a clases presenciales es una de las principales preocupaciones de la población salvadoreña.
Esta misma semana, dos carteras de Estado se manifestaron estableciendo que el año escolar 2021 no comenzará sino a través de las herramientas digitales ya establecidas. Además, en el caso del Ministerio de Salud, brindó elementos suficientes para entender que es imposible reactivar al alumnado y al sector de la economía que se nutre de la circulación de los estudiantes de modo presencial sin comprometer la salud de sus familias.
Pero si algo hemos aprendido es que el enfrentamiento a la pandemia es tan importante como la consideración de los problemas asociados a la desactivación de la economía, así como que simplificar esta materia se traducirá en ayes posteriormente. Y tal es el caso del sistema educativo.
Al inicio de la pandemia, el mundo médico no tenía clara si la afectación del virus en el grupo pediátrico era menor; un año después, los expertos admiten que el covid-19 no es tan inocuo en niñez y adolescencia como se presuponía.
No obstante, la pretensión de que el alumnado vuelva a una fase siquiera semipresencial se ha mantenido más que latente entre los padres de familia y autoridades, tal cual lo expuso recientemente la titular de Educación. Y no es un contrasentido ni sólo un tema deontológico del magisterio, sino una necesidad que tiene que ver con la realidad alimentaria de miles de nuestras niñas y niños en centros urbanos y en la ruralidad.
El cierre escolar atenta contra la seguridad alimentaria en muchas comunidades, y no sólo para los elementos del alumnado que viven en marginalidad sino para aquellos que han caído en situación de vulnerabilidad en el último año. Estadísticas del Programa Mundial de Alimentos hablaban al inicio de esta década de que el retardo en el crecimiento lineal a nivel nacional en menores de cinco años era del 18 por ciento, porcentaje que superaba el 25 por ciento en el campo.
Desde 1984, con un proyecto piloto de alimentación, la escuela se convirtió en una herramienta fundamental de sucesivas administraciones para enfrentar este fenómeno; dicho crudamente, en muchos municipios el desayuno fue un poderoso incentivo para que los menores se presentaran a estudiar. Aunque afortunadamente fue incorporado como política social con el paso de los años, su implementación en este marco sanitario es inviable.
Igual de complejo es el tema de la conectividad y por ende de la utilidad de la enseñanza remota cuando nos referimos al estudiantado que vive en hogares de renta baja. A las dificultades de aprendizaje asociadas por sí mismas a la educación a distancia cabe añadir las imposibilidades materiales que enfrentan muchos alumnos; aunque el Ejecutivo sostenga que la solución es una entrega masiva de computadoras, la nación entiende que si el enfoque y el énfasis de los programas de estudio se ponen en lo digital, los niveles de deserción en los estratos más vulnerables pueden aumentar. A eso habrá que agregar que una vez ocurra la reapertura escolar total, la crisis económica acentuará los daños en materia educativa.
Así, la pregunta no debe ceñirse sólo a cuándo pasar a lo semipresencial y finalmente a lo presencial, sino cómo establecer hoy mismo, de modo planificado, eficiente y sin la cháchara populista acostumbrada, hasta dónde la problemática alimentaria y de conectividad están golpeando al estudiantado y de qué manera puede el Estado paliar sus efectos.