La Prensa Grafica

“ME QUITARON MI CASA”

Los asentamien­tos urbanos precarios, las comunidade­s que se establecen en espacios conformado­s por viviendas y servicios inadecuado­s, no reconocido­s por la ciudad.

- Por Angélica Ramírez

“La ministra de Vivienda está dando casas, pero no sé los requisitos. Donde estoy venden una champa, ojalá ella me ayudara”

Ana Miriam Álvarez perdió su vivienda el año pasado. Vivía en un asentamien­to precario: “allí por EPA, sobre el bulevar del Ejército queda”, explica. Ahora, esta mujer que ronda los 60 años, vive “en una casa prestada”, que en realidad es otra champa, en otro asentamien­to, en Ilopango.

Cuenta que, en febrero de 2020, tuvo un accidente en el que un animal la atacó, causándole una lesión severa en sus pies. Esto la llevó a pasar varios días hospitaliz­ada y, luego, a necesitar cuidados y curaciones constantes.

Por convenienc­ia, se resguardó en la casa de su hija, en San Bartolo. “De allí me quedaba cerca el hospital y mi hija me podía llevar”, explica, “pero, en marzo, me agarró allí la cuarentena”.

Cuenta que, antes de la cuarentena, como podía, iba a su casa, que no es más que una champa con láminas, en la comunidad Primero de Diciembre, en Soyapango, con esfuerzo, iba a limpiar y a ver que estuviera todo en orden una vez a la semana; pero después de que el Gobierno decretó la cuarentena domiciliar estricta, el 21 de marzo, se quedó atrapada donde su hija, en San Bartolo.

Cuando pudo regresar a su hogar, descubrió que su champa y sus pocas cosas ya no le pertenecía­n. Un vecino se había adueñado del pedazo de lote. “Me quitaron la champa. Nadie me respondía. ¿Y yo sola qué iba a hacer?”, se lamenta.

Los asentamien­tos suelen formar asociacion­es o directivas que establecen cierto tipo de orden en el terreno, pero al ser irregulare­s, al no tener un derecho sobre la propiedad, no pueden impedir que la “expropiaci­ón” suceda, explica.

“Era una champa, no una casa. Yo ya tenía 6 años viviendo allí y luego ya no tenía a dónde irme”, relata. “Dicen los vecinos que pensaron que yo me había ido y que por eso nadie dijo nada, que llegó otra gente que necesitaba, que eran familiares de alguien. Así dicen, pero dicen un montón de cosas que yo no sé. Yo mejor me fui, porque, ¿qué iba a hacer?”, narra. Dice que ya no podía seguir viviendo en la casa de su hija porque ya comenzaba a tener problemas con su yerno y no quería ser una carga. “Él quería vivir solo con su esposa, así que me fui. Igual, yo siempre he estado sola”, asegura.

Desde que su esposo se fue y sus hijos también, ha vivido en asentamien­tos, casas prestadas y de posada.

Ana Miriam afirma que la casa prestada en la que habita actualment­e está “en venta”, aunque se trata de otra champa en otro asentamien­to no reconocido. En estas comunidade­s, las personas suelen llegar, conseguir una parcela con permiso de la misma comunidad y construir sus viviendas con el material que puedan conseguir. La champa que le usurparon era de lámina y la que le han prestado ahorita es de bahareque.

Cuando las personas se van de estos asentamien­tos, lo que venden es esa construcci­ón que hicieron sobre el terreno, es decir, intentan recuperar el valor de las láminas y del bahareque. Según el material, el tamaño y los servicios que le hayan puesto, así es el precio.

No recuerda bien, pero se aventura a decir que el lugar donde está viviendo lo están vendiendo en $600. En ese mismo asentamien­to, hay otra “casa” que también está en venta y dice que cuesta $1,300; con el agravante de que “quieren de un solo el dinero, no aceptan letras”.

Ana Miriam vive con constante miedo de ser desplazada y no tener a dónde ir. Se mantiene con una venta informal que logra conseguir al crédito con una conocida: a veces vende verduras, a veces vende artículos de primera necesidad, a veces vende ropa usada. Gana solo para pagar los recibos de agua y de electricid­ad; lo poco que le sobra lo ocupa para comer.

El único que podría ayudarle es su hijo, pero está en Guatemala y no puede regresar: no tiene trabajo, no tiene el dinero para pagar la prueba PCR que está exigiendo el Gobierno a quien quiera entrar al país.

Ana Miriam proporcion­ó una dirección para quien quiera ayudarla: la encuentran solo por las mañanas en la calle El Sauce, Polígono 2, #5, en Altos de San Felipe, municipio de Ilopango.

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En sus letras, Ana Miriam escribió su historia en ocho páginas de una pequeña libreta, donde se describe como “damnificad­a de la pandemia” y donde anotó su número de teléfono para que la llame “alguna persona de buen corazón y buenos sentimient­os” que desee ayudarla: 7883-9220.
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