MOMENTO BISAGRA EN EL MANEJO DEL TEMA PANDILLERIL
Y si se establece que en el manejo de esta problemática la administración Biden y la administración Bukele corren en direcciones no sólo diferentes sino contrapuestas, una de ellas reconociendo a esa estructura como criminal y la otra dándole estatus de interlocutora, también puede advenir un desencuentro grave, y sin los oficios de un embajador que confunda la agenda personal con la agenda diplomática.
El Gobierno estadounidense acusó ayer a 14 de los líderes de mayor rango de la MS-13 de conspiración para cometer actos de terrorismo así como de financiarlo para traficar drogas, entre otros propósitos delictivos.
Lo hizo en la misma semana en la que una investigación del digital El Faro planteó que los beneficios de las conversaciones sostenidas entre la administración Bukele y los líderes pandilleriles apresados incluyeron la salida de un importante miembro de esas estructuras de un penal de máxima seguridad. Esa persona, estableció la publicación, es el lugarteniente del miembro más poderoso de la cúpula de la MS-13.
Aunque la característica opacidad del gabinete recrudece en especial en materia de seguridad pública, y si bien su discurso sobre la disminución de los homicidios es críptico, básicamente una colección de cifras sin entrar en explicaciones sobre sus tácticas en el campo de operaciones, expertos en esta materia e investigadores sociales sostienen que hay como mínimo una comunicación entre importantes dirigentes de las pandillas y personeros del gobierno.
Como resultado de esas conversaciones no sólo se gozaría de la disminución de los homicidios, un fenómeno que se ha registrado progresivamente desde 2015, sino de facilidad de personeros del oficialismo para transitar por ciertos territorios, una suerte de conveniente salvoconducto en el desarrollo de la campaña electoral.
Las cifras de homicidios son no sólo el principal sino el único insumo que Bukele pone sobre la mesa al hablar de seguridad. Al hacerlo, llenando la maquinaria propagandística con la que sería una irrefutable prueba de la eficiencia del aparato de investigación del delito y tejido social, tiene con qué maquillar la militarización de la seguridad pública y la desviación de la Policía de sus obligaciones civiles.
Ese índice ha sido suficientemente publicitado en lo doméstico para contrapesar la incapacidad estatal ante la comisión de otros delitos, fundamentalmente el narcotráfico. Según información de LPG Datos, el año pasado las autoridades policiales decomisaron cinco veces menos droga que en 2018, y en lo que al tráfico de cocaína concierne, la caída del promedio anual de decomisos en esta administración ha sido del 87 por ciento, parámetros que no le granjean ningún reconocimiento norteamericano al Ministerio de Seguridad.
Independientemente de las lecturas que se hagan de estas cifras, es obvio que este gobierno entiende que el problema pandilleril no se constriñe a su manifestación delictiva sino a su intrínseca asociación con la marginalidad y la exclusión. Pero así como la nación ignora qué suponen los vasos comunicantes de ciertos funcionarios con los presidiarios, no tiene idea de si el gobierno reconoce ciudadanía o está interesada en algún activismo de los barrios.
Sea como sea, el movimiento hecho por la justicia estadounidense ayer, tipificando la actividad de ese grupo ilegal como terrorista y asociada al tráfico de estupefacientes, impactará la política de seguridad de este gobierno. Y si se establece que en el manejo de esta problemática la administración Biden y la administración Bukele corren en direcciones no sólo diferentes sino contrapuestas, una de ellas reconociendo a esa estructura como criminal y la otra dándole estatus de interlocutora, también puede advenir un desencuentro grave, y sin los oficios de un embajador que confunda la agenda personal con la agenda diplomática.