EL CRISTAL CON QUE SE MIRE DISTORSIONA LA CRÓNICA HISTÓRICA
200 años de historia podrían convertirse en 200 años de aprendizaje. Si hay una lectura desapasionada que venza la superficie, la memoria tiene potencial como conocimiento técnico. Y una nación que hace de su historia un manual puede intervenir con creciente libertad y conciencia en su propio desarrollo siendo en consecuencia más solidaria.
Dos hechos fundamentales de la historia de El Salvador se aproximan a una importante conmemoración: el bicentenario de la República y los 30 años de la firma de los Acuerdos de Chapultepec. En ambos casos, se abre la puerta para revisitar y entender de modo más profundo las líneas y fuerzas que han delineado el desarrollo de la crónica nacional, comprender la lógica que ha influido en el diseño del Estado y la matriz de las insatisfacciones de nuestro presente.
Es la nuestra una república joven, de apenas 200 años, y sin embargo lo que la población conoce acerca de los hechos independentistas, el contexto regional en el que sucedieron o las motivaciones de las clases domésticas que dirigían el sistema colonial para separarse de la Corona española es difuso. Mucho abonó la confusión de los historiadores y luego de los educadores acerca de dónde poner el énfasis al revisitar 1821: en lo fenoménico, firmado por gobernantes y personajes, o en lo explicativo, es decir en las relaciones de aquellos hombres con su comunidad y con su desarrollo, que explicarían las manifestaciones decisivas de los condicionantes económicos y políticos.
Y también hay dificultades para entender la guerra civil y lo que la firma de los Acuerdos de Paz de 1992 supusieron para el Estado y para la sociedad salvadoreñas. Este comentario no se refiere a la poco ilustrada opinión del presidente de la República, sino al todavía muy pesado sesgo con que los protagonistas reconstruyen el conflicto, a lo controversial que todavía resultan algunos datos y a la inmediata participación de los firmantes en la vida político-partidaria; esa continuidad impidió a la nación dimensionar con más objetividad la relevancia del documento de Chapultepec.
Idealmente, la nación debe encarar estas conmemoraciones como oportunidad, la de comprender mejor la dialéctica, la interrelación de las fuerzas que operaron en 1821 y 1992, así como de qué manera la evolución de las fuerzas productivas se manifestó en ambas coyunturas.
Si se entiende la historia de ese modo y no como un cuento cuyo curso obedece a causas particulares y únicas como el azar, los apetitos o el ánimo de los dirigentes, 200 años de historia podrían convertirse en 200 años de aprendizaje. Si hay una lectura desapasionada que venza la superficie, la memoria tiene potencial como conocimiento técnico. Y una nación que hace de su historia un manual puede intervenir con creciente libertad y conciencia en su propio desarrollo siendo en consecuencia más solidaria.
Fijarse esa meta para septiembre de 2021 y enero de 2022 no es una tarea exclusiva del Estado salvadoreño, mucho menos cuando los momentáneos administradores de su aparato de gobierno no tienen la capacidad de análisis ni la estatura necesarias; la nación en su conjunto, los sectores más ilustrados de la sociedad, los centros de pensamiento y los educadores deben abrazar este propósito. No sólo hay demanda de conocimiento y comprensión de su país de las nuevas generaciones, sino la obligación moral de dos generaciones previas de trasladarles las aspiraciones que llevaron a El Salvador a perder una década, a desdecirse egoístamente de su pasado, y a mantener la aspiración de una vida en democracia sobre la mesa.