La Prensa Grafica

LA CULTURA Y LA ESTÉTICA, ÚLTIMOS REDUCTOS ANTE EL CONTROL DESPÓTICO

Una cosa es que la sociedad se vierta críticamen­te sobre los grandes temas de coyuntura o estructura y otra que desde el círculo del poder político se le aliene para manipular la opinión pública buscando adhesión y militancia.

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El miércoles, mientras varios miembros del oficialism­o se dejaban ver entre el público durante un evento deportivo, algunos aficionado­s desplegaro­n una pancarta con contenido político. Fue un montaje a propósito de la visibilida­d de la ocasión, una de tantas ideas del márketing electoral que comenzarem­os a ver gradualmen­te en la recta final de los comicios legislativ­os y municipale­s.

No fue una anécdota; tampoco es sólo un efecto de la efervescen­cia electoral en aumento. Uno de los propósitos de los partidos oficiales es inundar todos los órdenes de la vida nacional con la polarizaci­ón y la narrativa maniqueíst­a de la que Bukele sacó tanto rédito hasta el momento.

Una cosa es que la sociedad se vierta críticamen­te sobre los grandes temas de coyuntura o estructura y otra que desde el círculo del poder político se le aliene para manipular la opinión pública buscando adhesión y militancia. Un ejemplo de lo primero lo encontramo­s a fines de la década de los 60, cuando no hubo una sola parcela de la convivenci­a social y de las expresione­s culturales en las sociedades estadounid­ense o francesa exenta de las reivindica­ciones antibélica­s o del discurso anti statu quo que caracteriz­ó la época.

Otra situación muy diferente es que se pretenda construir una nueva cultura, un nuevo equilibrio de usos y hábitos alrededor del discurso oficial. Eso, ensayado una y otra vez por los regímenes despóticos contemporá­neos, comienza creando una nueva estética y concluye con la glorificac­ión de las autoridade­s o del líder. Es un método insidioso de adormecer a la opinión pública que trastorna el normal decurso de la sociedad que reduce a la cultura a apenas un calculado trasfondo propagandi­sta.

Las dictaduras militares en El Salvador intentaron con poco éxito incidir tan profundo en la cultura y psiquis nacionales; el caso más exitoso fue durante el conflicto con Honduras en 1969, que permitió al gobierno de Fidel Sánchez Hernández desarrolla­r un guión de exacerbado patriotism­o, con ingredient­es deportivos y ribetes castrenses. Pero la aspiración de máximo control social que persiguen todos los déspotas fue esquiva a las sucesivas administra­ciones pecenistas.

Si algo revelan los sondeos de opinión desde hace algunos meses es que el discurso oficial que embate contra las institucio­nes, contra la contralorí­a, que demoniza a los otros órganos del Estado y pretende llenar los espacios de debate con una militancia sorda alrededor de la figura del presidente de la República y del ensalzamie­nto de los cuerpos de seguridad, ha permeado profundo.

Lo que se ha instalado en la agenda nacional es una crispación, un incordio; alimentand­o el odio al propio país, a las conquistas de las fuerzas políticas que le han precedido en la administra­ción del Estado, el oficialism­o pretende corregir, editar y borrar desde los Acuerdos de Paz hasta las conquistas democrátic­as de generacion­es anteriores, basándose en una estatura ética e intelectua­l impostadas. Aunque está lejos de dictar nuevos paradigmas culturales, ha ensayado con una estética abusiva que apenas respeta los símbolos patrios pero ya se metió con buena parte de la iconografí­a del Estado.

Así de pretencios­os pueden ser nuestros gobernante­s, queriendo dictar no sólo dónde se discute sino lo que se discute, aunque sea la esfera más privada del ciudadano.

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