La Prensa Grafica

DOMINGO DE RAMOS

- Rutilio Silvestri

En una de sus homilías el Papa Francisco, hablando del Domingo de Ramos, decía: “Esta celebració­n tiene como un doble sabor, dulce y amargo, es alegre y dolorosa, porque en ella celebramos la entrada del Señor en Jerusalén, aclamado por sus discípulos como rey, al mismo tiempo que se proclama solemnemen­te el relato del Evangelio sobre su pasión”.

El Evangelio describe a Jesús bajando del monte de los Olivos montado en una burrita, que nadie había montado nunca; con el entusiasmo de los discípulos, que acompañan al Maestro con aclamacion­es.

Podemos imaginarno­s con razón cómo los muchachos y jóvenes de la ciudad se dejaron contagiar de este ambiente, uniéndose al cortejo con sus gritos.

Jesús mismo ve en esta alegre bienvenida una fuerza irresistib­le querida por Dios, y a los fariseos escandaliz­ados les responde: “Os digo que, si estos callan, gritarán las piedras”.

Pero este Jesús, que justamente, según las Escrituras, entra de esa manera en la Ciudad Santa, es un Mesías bien definido, con la fisonomía concreta del siervo y del hombre que va a la pasión; es el gran Paciente del dolor humano.

Así, al mismo tiempo que también nosotros festejamos a nuestro Rey, pensamos en el sufrimient­o que él tendrá que padecer en esta Semana. Pensamos en las calumnias, los ultrajes, los engaños, las traiciones, el abandono, el juicio inicuo, los golpes, los azotes, la corona de espinas..., y en definitiva al vía crucis, hasta la crucifixió­n.

Él lo dijo claramente a sus discípulos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga”. Él nunca prometió honores y triunfos.

Los Evangelios son muy claros. Siempre advirtió a sus amigos que el camino era ese, y que la victoria final pasaría a través de la

Pasión y de la Cruz.

Y lo mismo nosotros: Para seguir fielmente a

Jesús, pedimos la gracia de hacerlo no de palabra sino con los hechos, y de llevar nuestra cruz con paciencia, de no rechazarla, ni deshacerse de ella, sino que, mirándolo a Él, aceptémosl­a y llevémosla aplomo.

Y este Jesús, acepta que lo aclamen aun sabiendo que le espera el “crucifícal­o”. Él está presente en muchos de nuestros hermanos y hermanas que hoy sufren como Él, sufren a causa de un trabajo esclavo, sufren por los dramas familiares, por las enfermedad­es...

Sufren a causa de la guerra y del terrorismo, por culpa de los intereses que mueven las armas y dañan con ellas. Hombres y mujeres engañados, pisoteados en su dignidad, descartado­s...

Jesús está en ellos, en cada uno de ellos, y con ese rostro desfigurad­o, con esa voz rota pide que se le mire, que se le reconozca, que se le ame.

No es otro Jesús: es el mismo que entró en Jerusalén en medio de un ondear de ramos de palmas y de olivos. Es el mismo que fue clavado en la Cruz y murió entre dos malhechore­s. No tenemos otro Señor fuera de él: Jesús, humilde Rey de justicia, de misericord­ia y de paz.

Acudamos a nuestra Madre la Virgen Santa María para pedirle que nos alcance de Su Hijo, Jesús, esa justicia, misericord­ia y paz que añoramos todos sus hijos.

Al mismo tiempo que también nosotros festejamos a nuestro Rey, pensamos en el sufrimient­o que él tendrá que padecer en esta Semana.

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COLUMNISTA DE LA PRENSA GRÁFICA

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