¿QUIÉN LES VENDIÓ LAS ARMAS?
¿Quién les vendió las armas? Es la pregunta que hacía el papa Francisco después de haber presenciado durante su visita a Irak los daños causados por la guerra que sufrieron entre 2003 y 2011. El propósito de la columna no es analizar las causas del conflicto que llevó a esa guerra, sino reflexionar sobre cómo debemos tratar en el mundo, y de manera especial en los países pobres, el problema que haya fuerzas que aprovechan los conflictos para hacer de la guerra y de la muerte un negocio. Violencia genera más violencia. Si no hubiere armas sería más fácil encontrar caminos de entendimientos. Las armas hacen que impere la ley del más fuerte; la ley de la barbarie.
Los bajos instintos del hombre lo inclinarán a cometer el mal. Siempre buscará todo tipo de armas para amenazar, atacar o defenderse. El problema es que eso ha desatado desde principios del siglo XX una carrera armamentista que ha alentado dos Guerras Mundiales, el lanzamiento de dos bombas atómicas catastróficas, conflictos regionales y locales, ataques terroristas en todas partes y la amenaza permanente a la paz mundial porque las grandes potencias quieren mostrar su poderío demostrando a sus adversarios que tienen mayor capacidad para destruir y matar. ¡Qué paradoja! No podemos pasar por alto los conflictos domésticos y sociales que provoca la tenencia de armas con todos los daños que eso provoca en la sociedad, y el efecto que tiene en la convivencia y calidad de vida en los hogares, las comunidades, las sociedades, y la formación de las nuevas generaciones.
Los datos más recientes del gasto mundial en armamentos revelan que asciende a $1.5 billones anuales. Cuando en el mundo hay 689 millones de personas que viven con menos de $1.90 diarios, y cada año mueren por hambre y desnutrición 6 millones de niños menores de 5 años, ese gasto muestra hasta dónde llega la irracionalidad del hombre; una irracionalidad que no han podido contener los mensajes de hermandad, paz y solidaridad de todas las religiones del mundo, los elocuentes discursos de los líderes mundiales en los Foros internacionales y los frecuentes encuentros de mandatarios de las potencias que protagonizan esa carrera. Algo estamos haciendo mal. Nos lo vino a demostrar un virus invisible que, sin enviar ninguna amenaza, sorprendió y devastó a toda la humanidad, y sin hacer distinciones de ninguna clase. Que hizo palpable que somos frágiles, que ni las armas más potentes sirven para defendernos, pero sí puede ayudar a comprender y urgir para que el gasto destinado a comprarlas se destine a mejorar las condiciones de vida de los pueblos. Costa Rica lo demostró cuando en 1948 suprimió el Ejército y decidió destinar el gasto militar a mejorar la educación y la salud. Hoy es el país con los mejores indicadores sociales de Centroamérica, y el más avanzado en los programas implementados para frenar la pandemia.
En Centroamérica (Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua) el gasto en armamento y mantenimiento de las estructuras de defensa en 2018 fue $1,000 millones. La mayor parte del gasto se dedica a combatir la violencia generada por el crimen organizado y el narcotráfico, y en los años más recientes, para reprimir los flujos de población que deciden emigrar a Estados Unidos para buscar mejores condiciones de vida. En nuestro país la suma de los presupuestos para defensa y seguridad pública para 2021 es de $866.6 millones.
Hace casi 30 años terminaron los regímenes militares y autoritarios. No hemos evolucionado en consecuencia, a pesar de ver de cerca la buena experiencia y los resultados en un país cercano, y la cantidad de demandas sociales que tenemos pendientes de atender. Son las realidades que vivimos. Solo seremos capaces de cambiarlas cuando lleguemos a tener liderazgos audaces que entiendan que gastar en educación, salud, infraestructura productiva y proteger el medio ambiente es mejor que mantener cuarteles.
Algo estamos haciendo mal. Nos lo vino a demostrar un virus invisible.