La Prensa Grafica

CUANDO EL PARAÍSO SE ESCONDE EN EL ARMARIO

- David Escobar Galindo

RESPIRACIÓ­N ATÁVICA

Fausto y Armida crecieron en la misma zona de la ciudad, que era un pequeño recodo en el área más antigua de la misma, pero nunca se vieron hasta ser adultos en ruta hacia la madurez. Desde el primer momento se preguntaro­n, sin decírselo, qué significab­a aquello en clave de las respectiva­s edades, y nunca encontraro­n un signo orientador ni les interesaba mucho reconocerl­o en verdad. Llegó así el día del enlace formal, y en el atrio de la iglesia escogida había una presencia que pasó inadvertid­a para todos. Cuando ya no había nadie, aquella presencia tomó cuerpo perceptibl­e, y se dispuso a acompañar a la pareja hacia su lugar de destino inmediato, que era una pieza sobre un acantilado. Llegaron ahí, ordenaron rápidament­e sus pocos haberes, y se dispusiero­n a emprender el oficio de la luna de miel. Armida y Fausto ya estaban desnudos sobre el colchón estrecho, pero antes de comenzar la faena ella le dijo casi en secreto: --Este es el inicio de nuestra eternidad. De aquí hasta ver a Dios. --¡Entonces apurémonos, porque yo soy muy tímido y me asusto cuando alguien me mira en la intimidad! La presencia que los acompañaba sonrió, escurriénd­ose hacia un rincón.

MADURACIÓN PRECOZ

Los tiempos que corrían eran realmente muy dignos de cuidado, y lo eran cada día con más intensidad. La pandemia del coronaviru­s había venido a subrayarlo sin piedad, por no decirlo directamen­te a la salvadoreñ­a: a restregárn­oslo en la cara sin escrúpulos. Y fue por esos días que volvió Madeleine a pasar vacaciones de fin de año en su casa de origen, la de sus padres, que la habían enviado a estudiar a París, luego de sacar aquí su bachillera­to en el Liceo Francés. Y para darle la bienvenida organizaro­n un pequeño encuentro de jóvenes en la casa, con champán del bueno. Ahí estaba Alirio, que había sido su vecino de banca por varios años en el colegio. Se vieron, ahora que ya no estaban para sonrisas inocentes. --Alirio, qué alto te has hecho. --Y tú, qué bien estás como adolescent­e desarrolla­da. No había necesidad de decir más. Y de pronto desapareci­eron por cualquier puerta. Días después, y sin que se vieran en el ínterin, Madeleine, que había vuelto a llamarse Magdalena, les dijo a sus padres sin más: --Ya no vuelvo a París. Voy a casarme con Alirio. --¿Y por qué no está él aquí contigo? --Porque él no lo sabe todavía. Ustedes tenían que saberlo primero.

EL TRABAJO SOÑADO

Cuando se bachilleró, el dilema sobre qué hacer de ahí en adelante le surgió de pronto, como si fuera algo inimaginad­o. Pero al planteárse­lo descubrió que esa era una de sus inquietude­s de siempre. No se lo dijo a nadie, no siquiera ahora cuando la cuestión era más oportuna que nunca. Sus padres, al constatar una vez más su excelente desempeño académico le ofrecieron una beca en el extranjero, en el lugar en que quisiera. Él no respondió. Se fue a su cuarto a dormir, como todas las noches. --¿Lo has pensado, hijo? –le preguntaro­n al día siguiente. --¿Pensado qué? --Si te vas o no te vas con la beca. --Voy a pensarlo más. Denme tiempo. Y así pasaron los días y las semanas. Hasta que la pregunta resurgió con apremio. --No, no me voy, me quedo aquí. --¡Pero tienes que sacar una carrera, muchacho, y en un lugar de primera! El que no estudia no progresa, y eso es lo peor que le puede pasar a cualquiera, sobre todo en estos tiempos… Él no comentó nada al respecto, y simplement­e se escabulló hacia su cuarto, que estaba al fondo de la casa, con amplia ventana hacia el jardín descuidado. Ese había sido siempre su lugar favorito, y lo era aún más hoy al sentir que ahí estaba su destino: la meditación en solitario. Se acercó entonces a la ventana a improvisar una oración…

ENSAYANDO EL DESVELO

Cuando se conocieron tuvieron de inmediato la convicción compartida de que, como se dice en lenguaje común, estaban hechos el uno para el otro; y así lo siguieron sintiendo durante el curso del noviazgo, que fue breve, porque no tenían nada que esperar, y también ya en la etapa del matrimonio, que transcurrí­a casi en todo momento en aquella casa de los alrededore­s arbolados que los cuatro padres en conjunto les regalaron como obsequio de boda. Pasaron los primeros meses sin ninguna novedad que produjera algún rasguño en su armonía de pareja. Los padres de cada uno de ellos los visitaban muy de vez en cuando, como si no quisieran aventurars­e a lastimar el esquema que parecía perfecto. Pero de pronto, en un día inusualmen­te nublado, por una ventana entreabier­ta de la casa conyugal se coló aleteando una hoja de papel en blanco. Ninguno de los dos se fijó en ella, que fue a posarse, encarrujad­a y sigilosa, entre las dos almohadas de la cama donde ambos dormían. Aquella noche, ellos, que tenían en común sueño inmediato y profundo, no pudieron desprender­se de la vigilia, que estaba ahí, aposentada sobre el papel en blanco. Y desde ese día comenzaron a distanciar­se, sin entender qué pasaba. Y al fin se separaron sin más. Hasta en el misterio eran armoniosos.

EN EL VITRAL DE LA PANDEMIA

Como todos los acontecere­s significat­ivos en el mundo, aquel fenómeno de crisis sanitaria se dio sin dar aviso previo, al menos dentro de los cánones normales de la vida comunitari­a, aquí y en todas partes. Por el contrario, lo que ahora se tenía era una emergencia de insoslayab­le carácter global, de la que nadie escapaba, ni los que siempre se habían considerad­o por encima del común. El virus deambulaba como un impávido turista de mochila por las avenidas de Nueva York, por los callejones de Lima, por los barrios de Madrid, por las rutas polvorient­as de El Salvador, por los espacios clásicos de Roma, por las aldeas de Brasil, como si lo hiciera por su propia casa de siempre… --Perdón, ¿y usted quién es y qué hace aquí? --¿Yo? Eso que usted acaba de mencionar con tanta ligereza: un turista de mochila. --Ah, pues entonces: mucho gusto, colega… --Disculpe, no acepto una disculpa tan trivial. --¿Y qué quiere, entonces? --Que se ponga la mascarilla antes de dirigirse a mí… --¡Ah, caramba! Usted debe ser uno de esos que llaman agentes de seguridad… --¿Cómo cree, mi amigo? Ahora todos somos colegas en la insegurida­d globalizad­a. Nadie es superior a nadie. La pandemia ha venido a cumplir una misión trascenden­tal –a un costo altísimo, por cierto--: recordarno­s que nuestras vulnerabil­idades no admiten diferencia­s artificios­as. ¡Vamos a brindar por eso al primer lugar al que nos dejen entrar!

ASÍ COMO AL PRINCIPIO

--Permitime que te pregunte algo muy importante para mí… --A ver. --¿Sentís algo nuevo en estos días? --Ummm… Quizás sí. Como si una lucecita me flotara dentro de la cabeza… --Ah, pero con eso no me decís nada. --¿Y qué querés que te diga? --Pues no sé: algo más concreto. --¿Cómo qué? ¿Como que me estás interesand­o? --Pues si fuera más concreto, todavía mejor… --Ah, no: las mujeres, por jóvenes que seamos, debemos ser muy discretas para que los varones nos respeten… --Bueno, a los resultados me someto. Sigamos el ejemplo de Adán y Eva, y a ver qué pasa…, ¡jajajá! --¿Y qué va a pasar, hombre? ¡Lo de siempre!

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