EL SALVADOR COMO FICHA DE CASINO
Algo anda muy mal, profundamente mal, en un país cuya máxima autoridad política, aprovechando el enorme poder que tiene, de la noche a la mañana introduce un nuevo sistema cambiario –porque no se trata solo de la circulación de una moneda– y además se evita la molestia de discutirlo con quienes serán directamente afectados (que en esta materia es la práctica totalidad de la ciudadanía). Imposible decirlo de otro modo. Cuando una sola persona toma decisiones de tal envergadura y cree secundario informar a sus compatriotas, al punto que ellos se enteran de la ocurrencia en un evento digital montado en el extranjero, algo en ese país, repito, anda muy mal, profundamente mal.
Los procedimientos y las formas, incluso para un simpatizante de Nayib Bukele, son importantes, y lo son todavía más si el impacto de lo que decide su adorado líder amenaza su bolsillo. Cualquier cuento podrán tragarse los seguidores de “Nuevas Ideas”, menos el que les vende una imposición política como “beneficio económico”, pues si el beneficio fuera real, la imposición sería innecesaria.
El problema de fondo, por supuesto, no es la criptomoneda o cualquier avance tecnológico que facilite las transacciones entre personas. Nadie dice que seamos inmovilistas y nos cerremos a explorar formas de intercambio diferentes a los tradicionales en esta era digital. El problema es el abuso de poder, el secretismo, los fraudes de ley que se ejecutan para cumplir los caprichos de una persona, la implantación inconsulta de una obligatoriedad cambiaria para la que no hubo aviso ni la debida preparación. El malestar generalizado que está haciendo sentir la ciudadanía proviene de la manera autoritaria en que nuestro presidente actúa: sin contrapesos, desconociendo límites, ateniéndose exclusivamente a su omnímoda voluntad.
Como era lógico, los entusiastas de las criptodivisas han reaccionado eufóricos ante el anuncio del experimento salvadoreño. Puesto que el riesgo colectivo no lo asumen ellos, ni serán ellos los obligados a especular con su dinero sin consentimiento, les resulta fácil aplaudir que un gobernante millennial –con los rayos azules de “Mass Effect 2” en sus ojos– convierta a su país en laboratorio y a sus habitantes en conejillos de Indias. Preguntémonos si a Jack Dorsey, cofundador de
Twitter, o a Jack Mallers, creador de Strike, puede quitarles el sueño la libertad de los salvadoreños o que nuestro país se convierta en el nuevo paraíso tropical del lavado de dinero internacional, y entonces comprenderemos por qué sus respectivos respaldos a las gracias de Bukele deben preocuparnos en lugar de alegrarnos.
Mientras tanto, claro está, El Salvador no resuelve sus problemas reales. Los desaparecidos se mantienen al alza, los pilares de la democracia siguen siendo socavados, las sanciones contra funcionarios corruptos vienen en camino y el gobierno escala en su abierto rechazo a la transparencia y la rendición de cuentas. El bitcóin, amén de las truculencias que traiga consigo, es también la nueva apuesta disruptiva de Bukele para dar un giro en U a la narrativa política que se le estaba escapando de las manos.
Desde esta columna hago votos por que los salvadoreños vayan desengañándose de esta nueva clase gobernante, a la que por cuestiones de imagen le importa poco jugarse el futuro del país entero, así sea en el todavía enigmático “casino” de las criptomonedas.
El problema es el abuso de poder, el secretismo, los fraudes de ley que se ejecutan para cumplir los caprichos de una persona.