MILITARIZACIÓN, OTRO PASO MÁS CONTRA LA DEMOCRACIA
Si la amenaza principal que está convenciendo al gobierno de invertir un 16 por ciento más del dinero de los contribuyentes en balas, armas y rancho militar son las pandillas, entonces algo se ha roto en el equilibrio que esta administración mantuvo con esos grupos durante los primeros dos años de gestión, del cual pese a los esfuerzos periodísticos no se sabe a ciencia cierta si fue fruto de conversaciones de índole política o de negociaciones por prebendas.
Los salvadoreños deben prepararse para una guerra. Aún no se sabe contra quién ni por qué, pero sí que la Fuerza Armada librará esa batalla. Sólo así se explica que desde la entrada de Nayib Bukele a la presidencia, el presupuesto de esa institución haya ido en ascenso hasta sumar un incremento de $111 millones que se concretará en 2022.
El régimen ha repetido hasta la saciedad que la disminución de las cifras de homicidios ejemplifica el triunfo de su programa de seguridad pública, un símbolo de la efectividad del plan control territorial. Pero se pretende justificar este nuevo aumento en la inversión en la milicia aludiendo a las tareas conjuntas del Ejército y la Policía Nacional Civil.
Es un razonamiento contradictorio pero termina arrojando luz sobre qué significa el control territorial según Bukele: militarización pura y dura. Él mismo lo ilustró hace algunos meses cuando sostuvo que se aumentaría el número de efectivos de la Fuerza Armada hasta tener una relación de uno contra uno por cada pandillero.
A menos que a la inteligencia del Estado le conste que las pandillas van a constituirse en movimiento armado, la pretensión de igualar números no tiene ningún asidero táctico. La otra posibilidad es que haya otro objetivo estratégico escondido detrás del fortalecimiento del Ejército, y que la supuesta intención de garantizar la seguridad -ya sea la pública, la nacional o la ciudadana- sea sólo una línea de propaganda.
Si la amenaza principal que está convenciendo al gobierno de invertir un 16 por ciento más del dinero de los contribuyentes en balas, armas y rancho militar son las pandillas, entonces algo se ha roto en el equilibrio que esta administración mantuvo con esos grupos durante los primeros dos años de gestión, del cual pese a los esfuerzos periodísticos no se sabe a ciencia cierta si fue fruto de conversaciones de índole política o de negociaciones por prebendas.
Pero en todo caso, no es un tema de seguridad pública. Si el Estado salvadoreño quisiera invertir novedosamente en ese concepto, le apostaría a la paz no sólo como consecuencia material de la acción punitiva sino objetivo programático a partir de la prevención y de la reconstrucción del tejido social. Para ello, tendría que alentar y que reconocer a la ciudadanía como centro de las políticas de seguridad y partícipe de su diseño, instrumentación y evaluación.
Bukele y su facción caminan en la dirección contraria: los ciudadanos, sus derechos y libertades, son una moneda que están dispuestos a dilapidar a cambio de la seguridad del Estado y sus instituciones. Es así porque el propósito en este tercer año de gobierno, considerando la volatilidad social, el malestar creciente y la inminente crisis económica, es controlar a la población bajo la excusa del orden público.
Muy pronto, luego de consumar la militarización en franca contravención de los Acuerdos de Paz de 1992, Bukele comenzará a hablar del orden público. Lo hará a la misma velocidad que se reactive la sociedad civil, que es la única trinchera desde la cual la nación puede convocarlo a diálogo y reflexión, perdida la partidocracia tradicional y deslegitimados los liderazgos empresariales y religiosos de la década anterior. En lugar de con argumentos, quiere llegar a esa instancia armado de modo literal.
Esa será la verdadera guerra, la que se librará alrededor del orden público, ese concepto difuso en el cual los fines últimos del Estado se desconectan del bienestar de la comunidad.