TREINTA Y DOS AÑOS DESPUÉS, NO HEMOS LLEGADO A NADA
No hay peor engaño para los humanos que el que nos hacemos a nosotros mismos, porque hace más daño.
Dicen los que saben, que para nuestro cerebro es más fácil aceptar una mentira como verdad que modificar un comportamiento. Mientras más nos mentimos, más tolerantes a este mal nos volvemos, al punto que nos vamos convirtiendo en cómplices silenciosos de realidades humanas dañinas, insanas, inmorales y antiéticas; y después, ya nada nos indica que lo que estamos haciendo está mal.
Tal dictamen nos debería alarmar y activar a todos los salvadoreños, desde empresarios, profesionales, trabajadores, estudiantes y población en general a ser conscientes, responsables, formales y serios con la vida de nuestro país, que también implica nuestra vida misma; y más aún, con el futuro de la nación ahora amenazada por la más díscola idea de involución patria que se ha presentado en los últimos tiempos, y que se está configurando como una guasona dictadura populista cuya única capacidad demostrada hasta hoy es la de anunciar políticas públicas polémicas que no son precisamente ideas buenas y nuevas, tal como son el escandaloso y progresivo endeudamiento del país, el desmantelamiento de la institucionalidad democrática, la bitcoinización de la economía, la inocultable negociación con las pandillas, el cesamiento de funciones de jueces y fiscales y otras medidas que seguramente frenarán y complicarán la dinámica evolutiva nacional en muchas áreas.
Todo ciudadano debe saber que la involución es un fenómeno que aparece –como lo señalan los estudios– en múltiples ámbitos. Y cuando un país detiene su evolución y progreso, comienza a presentar síntomas de deterioro político, social, económico, laboral, institucional, moral, educativo, cultural, medio ambiental y de otros tipos. Puede decirse entonces que observando nuestra realidad, estamos en vilo de un retroceso severo.
No debemos ser ciegos, estamos experimentando un preocupante estado de regresión civilizatoria, treinta y dos años después de la firma de unos
Acuerdos de Paz que sirvieron para detener nuestra guerra civil, la que sí fue realidad, pues la vivimos y sufrimos porque hubo destrucción, muertos, desaparecidos, dolor y exiliados. Unos acuerdos que obligaron al ejército en representación de la derecha y a la guerrilla en representación de la izquierda no solo a detener el fuego de las armas, sino a comprometerse moral y jurídicamente a seguir un proceso que refundara un nuevo país, una nueva república y una nueva nación, a la que se le concediera la posibilidad de modelar una mejor dignidad para nuestro sufrido pueblo y una nueva sociedad que supiera enfrentar el desafiante devenir de los cambios mundiales.
Sin embargo ese proceso histórico complementario jamás llegó. Al contrario, surgió el germen de la involución, alimentado por una derecha empecinada en impulsar –sin profunda reflexión– su ambicioso, deshumano y corrupto proyecto neoliberal y una izquierda ansiosa de poder para imponer su también corrupto, deformado e ineficaz proceso socialista.
Con los años, ambos bandos frustraron el entusiasmo y la esperanza de traernos el soñado bienestar y la prometida prosperidad. Y para colmo propiciaron y acentuaron condiciones sociopolíticas que dieron paso al surgimiento de un gobierno populista regresivo, con pretensiones dictatoriales y sin planteamientos moralmente sinceros, confiables y de bien común.
Treinta y dos años después, no hemos llegado a nada.
Una guasona dictadura populista cuya única capacidad demostrada hasta hoy es la de anunciar políticas públicas polémicas que no son precisamente ideas buenas y nuevas.