LA NECESIDAD DE MODELOS PARA LA JUVENTUD SALVADOREÑA
Pero antes que ninguna otra razón, Rubio será cada vez más visible en el imaginario nacional porque es una historia de éxito y de superación, necesaria para una nación que está acostumbrada a contar relatos de pérdida, despojo e injusticia. A través de modelos como el del médico californiano es más fácil promover los valores de la formación educativa, la disciplina personal y el compromiso profesional que resultan de suyo áridos a ciertas edades y en entornos inmediatos a la deserción y a la falta de propósito como los de la juventud subdesarrollada.
Ayer, el astronauta norteamericano salvadoreño Frank Rubio fue noticia en El Salvador. Era inevitable porque representa de un modo impagable a esa comunidad a la vez importante y difusa por tan heterogénea que es la diáspora y simboliza con nota sobresaliente la fusión y el aporte de la migración centroamericana a los Estados Unidos de América. Además, porque cualquier hombre o mujer que se dedique a la astronáutica está rodeado de un halo especial para la sociedad, una combinación de científico con aventurero.
Pero antes que ninguna otra razón, Rubio será cada vez más visible en el imaginario nacional porque es una historia de éxito y de superación, necesaria para una nación que está acostumbrada a contar relatos de pérdida, despojo e injusticia. A través de modelos como el del médico californiano es más fácil promover los valores de la formación educativa, la disciplina personal y el compromiso profesional que resultan de suyo áridos a ciertas edades y en entornos inmediatos a la deserción y a la falta de propósito como los de la juventud subdesarrollada.
Quizá la efervescencia oficialista con el personaje y su participación en esta expedición parezca excesiva, hubo críticas para el grupo parlamentario que propuso ayer mismo nombrar a Rubio Hijo Meritísimo y es inevitable que la polarización y la confrontación política que inunda la vida cotidiana en el país se traslade incluso a este hecho. Eso no debe obstar para aceptar la inspiración que voceros como el exitoso astronauta pueden aportar a la niñez y adolescencia salvadoreñas.
Lo que se merece una reflexión aparte es la comprobada dificultad de la nación para encontrarse y reconocerse alrededor de una celebración, de una personalidad o de un anhelo. Mucho han tenido que ver los liderazgos tóxicos que El Salvador ha padecido consecutivamente, unos liderazgos que ante la diversidad, la polaridad o la división natural a una sociedad vibrante, heterogénea y dividida de modo natural después de la guerra civil, siempre prefirieron profundizar los desencuentros en clave política partidaria que dar un paso adelante en la construcción de democracia.
Poco abonan a la posibilidad de convergencia siquiera ocasional los repetidos intentos del gobierno de recibir reconocimiento de actores tan inesperados como exóticos: cripto aventureros, artistas extranjeros, influenciadores sociales de otras latitudes y hasta algún relacionista público camuflado como periodista. La necesidad de reconocimiento es tal que induce al régimen a unos ejercicios de propaganda poco creíbles por prefabricados.
Ese esfuerzo y esa inversión -con dinero público- para crear algo parecido a una cultura oficial nueva, repleta de exageraciones y lisonjas, predispone a la ciudadanía a participar poco o nada de todo lo que sabe, luce y huele a propaganda. Pero la distancia crítica ante esos artificios de comunicación no debe paralizar a la nación, insensibilizarla ante aquello que es auténtico, verdadera manifestación popular o herramienta para modelar de manera positiva a las nuevas generaciones.
Que el rostro de los norteamericanos salvadoreños sea el de un hombre de ciencias respetable y no el de empleados de la propaganda u operarios de la industria del insulto digital es una fortuna, una casualidad formidable que puede hacer las veces de ventana para que niñas, niños y jóvenes de nuestro país miren al mundo y al futuro con otros ojos, con el espíritu dispuesto a soñar.