DIÁSPORAS Y REMESAS FAMILIARES
Como académico de un país cuya economía depende, en gran medida, de transferencias corrientes desde el exterior (remesas familiares) cuyo peso relativo es casi similar a las exportaciones de bienes y servicios y que, en vez de disminuir con el paso del tiempo, parecen estabilizarse y hasta fortalecerse, en ciertos momentos –como sucedió en 2020 y 2021–, resulta obvio preguntarse por qué no se ha deteriorado esa relación fraterna entre la diáspora y sus familiares, hasta la fecha; a pesar de haber transcurrido décadas de separación entre ellos cuando emigraron al extranjero.
Al revisar la historia premoderna, que para efectos de análisis fijaremos en la época de la ilustración, finales del feudalismo y el nacimiento de los Estados modernos; tal como lo describe Zygmunt Bauman en su libro “La cultura en el mundo de la modernidad líquida”. Cuando los procesos de organización social dominantes forzaban la integración de diversas comunidades en “modelos eurocéntricos homogéneos”, según los cánones de grupos hegemónicos que se arrogaron la misión de culturizar “espacios vacíos” –hacia a donde migraron– y convertirlos a su semejanza; aun a costa de destruir sus culturas originarias.
De hecho, se obligaba a las comunidades “asimiladas” a renunciar a sus idiomas, reduciéndolos a la categoría de dialectos, además de reprimir todo tipo de manifestaciones culturales locales; aunque algunas comunidades mantuvieron algunas de estas de forma clandestina hasta el presente.
Luego, se dio un segundo proceso migratorio, pero ahora en sentido contrario, cuando los Estados nacionales se consolidaron, pero perdieron posesiones en la periferia; parte de la población local acompañó a los extranjeros de regreso hacia las “metrópolis”, dejando tras de sí gobiernos débilmente organizados a cargo de sus descendientes o colaboradores cercanos; aunque posteriormente esas posesiones heredadas se fragmentaron en naciones independientes.
Con la pérdida del control administrativo y la desregulación de los mercados (posmodernismo), el Estado abandonó una serie de actividades que tenía a su cargo, dando paso a privatizaciones de activos públicos; originándose también una tercera oleada de migrantes; pero que en esta oportunidad ya no fueron bien recibidos en los países de destino, rompiéndose así el crisol multicultural aceptado en el pasado como una expresión civilizada de convivencia; resurgiendo así, pero con más intensidad, las manifestaciones de xenofobia; a pesar de los esfuerzos que hicieran los inmigrante por integrarse.
Ante el rechazo a la asimilación, las diásporas se han venido segregando cada vez más y han reforzado sus vínculos culturales, como colectivo; despertándose nuevamente el anhelo por regresar a sus países, ante la necesidad de pertenencia. De hecho, los procesos de fragmentación en comunidades continúan, tal como puede observarse incluso en países desarrollados, donde algunas regiones y poblaciones intentan rescatar elementos culturales propios, incluyendo su idioma ancestral.
En estos momentos el lector se estará preguntando y dónde encajan las remesas familiares en este relato. Es posible que esta corriente de divisas continúa fluyendo desde Estados Unidos de América y Europa, hacia nuestros países, por ejemplo, debido a esta necesidad de pertenencia que tiene la diáspora y que no logra llenar donde reside actualmente; siendo discriminados probablemente como minorías y, en ocasiones, pueden sufrir hasta agresiones por parte de grupos nacionalistas que han experimentado, recientemente, cierto deterioro en sus condiciones de vida y seguridad, fruto, paradójicamente, del retiro del Estado de ciertas actividades que regulaban o administraban, directamente, y que les brindaban un sentido de seguridad.
Esta sensación de pertenencia podría explicar, al menos parcialmente, la preservación de los vínculos entre la diáspora salvadoreña y sus comunidades de origen y que, lamentablemente, no encuentran en las localidades donde residen desde hace décadas.