MUNICIPALISMO SALVADOREÑO ENTRE LAS VACAS FLACAS Y LA IRRELEVANCIA
Desde ese momento, los alcaldes de todo el país libran una batalla contra la escasez y se resignan a someter la eventual inversión en desarrollo humano en sus regiones a variables tan volátiles como la coyuntura y la volatilidad propagandística. Algunos lo han hecho muy bien, echando gala de su creatividad, de lo saludable del tejido social y económico de sus comunidades, mientras que otros lo han hecho fatal, y en eso ya no han pesado consideraciones de a qué partido pertenece cada quien. Pero el favor que se les está haciendo es todavía más pobre cuando, justo en la misma semana en la que uno de los cuadros municipales más ruidosos y visibles del oficialismo es acusado de prácticas delictivas, se trae a cuenta la noción de que hay más alcaldías de las necesarias. No es casual: en su voracidad por recursos financieros para alimentar su gasto corriente y por capital político para mantenerlo en el centro de toda la operación política, el gobierno ha desarrollado unos brazos potentes con los que toca todas las esferas de la función pública, y donde menos resistencia encontró fue en el municipalismo, una visión del Estado y de la prestación de servicios a la ciudadanía que es torpedeada todos los días porque supone descentralización, una de las palabras proscritas en esta época.
El municipalismo atraviesa una crisis sin precedentes derivada de la pérdida de recursos en el presupuesto general de la nación, la erosión de algunos de sus liderazgos históricos por lógica histórica, corrupción y descrédito de los institutos políticos en que algunos de ellos se desarrollaron, y por la incompetencia que una nueva generación de munícipes ha manifestado en apenas año y medio de su primer período.
Lo grave de la situación es que gran parte de lo que ocurre es efecto de una acción premeditada, una estrategia para restarle importancia, perfil y relevancia a los municipios tanto en su carácter de división administrativa como en su condición de unidad política territorial. El corolario de esta visión lo representan los dichos de algunos funcionarios opinando que al mapa de El Salvador le sobran municipios.
Detrás de esa anécdota, la de un funcionario de elección popular que sin ningún estudio técnico ni valoración histórica como insumo se deja decir que el territorio debería estar organizado de otro modo, hay una sucesión de hechos nada fortuitos que han llevado a las alcaldías en su conjunto al umbral de la irrelevancia.
Lo primero fue que hace dos años, al reclutar a cientos de personas como sus candidatas y candidatos a los concejos municipales, el oficialismo no gozó de mayores filtros y apenas reparó en que la ciudadanía interesada en participar exhibiera su fervor por la figura presidencial, y poco más. Por eso personas con tan pobres méritos han ocupado cargos de ese calibre en municipios especialmente sensibles por su densidad poblacional y ubicación estratégica y con resultados lamentables. En tal sentido, la partidocracia actuó con la misma indolencia que los institutos mayoritarios del pasado, con el agravante que debió hacerlo en tiempo récord. Los gobernantes de casi 150 municipios salieron de un proceso de selección clásico de la política criolla, sin baremos, sin siquiera discutir el perfil profesional mínimo necesario para satisfacer el reto que advenía.
Una vez instalados en el cargo, los munícipes se enteraron al mismo tiempo que el resto de la nación y a través de una de las cuentas en redes sociales del presidente de la República que el gobierno ya no entregaría el 10 por ciento del presupuesto a los municipios sino sólo el 6 por ciento, y que de esa cantidad sólo una cuarta parte sería en efectivo y para gastos. Desde ese momento, los alcaldes de todo el país libran una batalla contra la escasez y se resignan a someter la eventual inversión en desarrollo humano en sus regiones a variables tan volátiles como la coyuntura y la volatilidad propagandística.
Algunos lo han hecho muy bien, echando gala de su creatividad, de lo saludable del tejido social y económico de sus comunidades, mientras que otros lo han hecho fatal, y en eso ya no han pesado consideraciones de a qué partido pertenece cada quien. Pero el favor que se les está haciendo es todavía más pobre cuando, justo en la misma semana en la que uno de los cuadros municipales más ruidosos y visibles del oficialismo es acusado de prácticas delictivas, se trae a cuenta la noción de que hay más alcaldías de las necesarias.
No es casual: en su voracidad por recursos financieros para alimentar su gasto corriente y por capital político para mantenerlo en el centro de toda la operación política, el gobierno ha desarrollado unos brazos potentes con los que toca todas las esferas de la función pública, y donde menos resistencia encontró fue en el municipalismo, una visión del Estado y de la prestación de servicios a la ciudadanía que es torpedeada todos los días porque supone descentralización, una de las palabras proscritas en esta época.
Y los ciudadanos lo resienten cada vez más porque las alcaldías, ahora convertidas en los empobrecidos feudos de unos políticos condenados a la fugacidad, también necesitan alimentarse y lo hacen hurgando directamente en los bolsillos de quienes pagan tren de aseo, alumbrado o el mantenimiento de un parque.