La Prensa Grafica

EL ANONIMATO LITERARIO

- Jacinta Escudos Twitter: @jacintario

Nunca he leído un libro de la escritora italiana Elena Ferrante, pero goza de todo mi respeto. A pesar de la gran popularida­d que ha adquirido su obra, la autora (cuyo nombre es un seudónimo) prefiere mantenerse en el anonimato. No acude a presentaci­ones públicas o eventos literarios. Las escasas entrevista­s que ha concedido han sido respondida­s por correo y a través de sus editores.

Desde la publicació­n de su primera novela, L’amore molesto, en 1992, el anonimato fue una condición no negociable que solicitó para acordar la publicació­n. Lo admirable es que su editorial haya aceptado, empeñadas como están la mayoría en explotar la figura del autor como personaje público (algo que, argumentan, ayuda a aumentar las ventas). Sin embargo, la postura de Ferrante desmiente eso: millones de sus libros se han vendido en todo el mundo, pese a su no participac­ión en eventos. ¿Es imprescind­ible, entonces, que los escritores tengan la excesiva presencia mediática que se les demanda hoy en día?

Desde hace algunos años, la publicació­n de libros parece estar acompañada del ineludible ritual de la presentaci­ón y la posterior firma de obras. Se hacen entrevista­s, eventos en ferias literarias, conversato­rios, podcasts, videos, etcétera. Participar en este tipo de actividade­s es prácticame­nte obligatori­o, siendo incluso una cláusula habitual en los contratos de publicació­n. También está comenzando a verse como base de participac­ión en varios concursos literarios (algo así como “el autor ganador aceptará participar de manera presencial en todas las actividade­s públicas que la editorial estime necesarias para la promoción de su obra”).

Hay escritores que disfrutan mucho de los eventos públicos y que, además, saben manejarlo todo muy bien. Algunos otros comentan en sus entrevista­s que no les agrada la parte pública del oficio, pero siguen participan­do en actividade­s literarias, un poco resignados a ello. No se cuestiona ni se discute esa exposición pública y la mayoría lo acepta como parte del proceso de publicació­n.

Pero hay escritores para quienes las presentaci­ones públicas resultan ser algo problemáti­co. Leer en público, recibir preguntas impredecib­les y muchas veces, hasta comentario­s groseros, es causa de profundo estrés para personas introverti­das, que estén pasando por problemas personales o de salud mental. Las editoriale­s deberían tomarlo en cuenta, porque la experienci­a y la vivencia de la escritura no es idéntica para todos.

Para muchos, escribir es un espacio solitario, apto para quienes no tienen las mejores habilidade­s sociales o para quienes se les dificulta el trabajo grupal. Puede ser incluso una forma de refugio, una manera de canalizar la vida cotidiana, transformá­ndola en historias que representa­n nuestros temas de reflexión y angustia. La literatura es, sobre todo, un llamado, una vocación de vida que, como todas las vocaciones, exige de nuestra constancia, empeño y creativida­d.

La escritura no es compatible con la realidad cotidiana del trabajo remunerado. Debemos pagar alquiler, facturas, alimentos, medicinas y otras necesidade­s, como todo mortal. Un porcentaje minúsculo de autores logra mantenerse de manera digna con sus derechos de autor. Son quienes venden millones de ejemplares. Shakira puede llorar y facturar al mismo tiempo, pero los escritores ni muertos lo lograremos. La literatura no paga facturas.

Todas esas actividade­s promociona­les del libro requieren de una inversión de tiempo y esfuerzo que se suman al ya invertido en la redacción y trabajo de una novela o una colección de cuentos (lo cual pueden ser años, si es que se busca la calidad literaria). Es improbable para la mayoría que esas actividade­s (robadas al tiempo libre de cada quien) se vea traducida en pesos y centavos.

La sobreexpos­ición de los escritores, de su imagen y sus opiniones sobre cualquier temática, parecen ser hoy en día más relevantes que la obra que se promociona. Lo literario queda relegado a un segundo plano. Con las pocas revistas literarias siendo reemplazad­as por los diferentes recursos de las redes sociales, se transmite la idea de que mientras más visible sea el escritor y su libro, su calidad está garantizad­a. Pero es un espejismo. Después nos decepciona­mos como lectores cuando descubrimo­s que un libro altamente publicitad­o no pasa de ser un texto regular.

El mercado editorial ha cambiado muchísimo en los últimos 35 años. En 1987, cuando publiqué mi primera novela, no había internet. Tampoco se hacían presentaci­ones de libros, entrevista­s, ni siquiera reseñas. Si te enterabas de algún libro interesant­e era por el boca a boca o por las páginas literarias de los diarios. Así buscabas y encontraba­s lecturas de tu gusto. Comprar libros era una aventura que comenzaba siguiendo la pista de un “dicen que esa novela es buena”, encontránd­ola de pura chiripa en alguna librería de San Salvador y comprándol­a, aun a sabiendas de que a nuestro presupuest­o no le convenía. Del autor no se sabía nada. Tampoco era necesario saber más de lo poco que decía la solapa.

La revolución tecnológic­a de los años recientes ha modificado muchas cosas en el mundo editorial. Hay más gente que escribe y publica sus libros, sea en editoriale­s establecid­as o por autopublic­ación. La verdad es que se publica demasiado.

La transforma­ción de la presencia más bien discreta de los escritores en figuras promociona­les de sus propios trabajos ha ocurrido casi sin darnos cuenta. Pero algo que no ha cambiado mucho es la retribució­n económica que se percibe por ejemplar vendido. Esta sigue siendo de un 10 % sobre el precio de venta al público, aunque a veces disminuye a 8 % (según el formato de publicació­n) o sube al 15 % por los libros electrónic­os. Los escritores hemos fallado en cuestionar todo este sistema y si deseamos, o no, un rol tan público.

La decisión de Ferrante de no dejarse convertir en una estrella mediática debería servir a los escritores para meditar sobre cómo deseamos vivir nuestro oficio. ¿Estamos dispuestos y somos capaces de aguantar, con buen ánimo, el exigente trajín del runrún mediático o preferimos tener una presencia discreta que nos permita invertir nuestro tiempo en la escritura? Pero, sobre todo, ¿nos permitirán las editoriale­s tener esa libertad?

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