La Prensa Grafica

CORRUPCIÓN Y VENDETTA: LOS NARCOSOBRI­NOS COMO MODELO MENTAL

- Miguel Henrique Otero Twitter: @miguelhote­ro

La campaña de detencione­s y allanamien­tos que el régimen ha puesto en marcha desde el 17 de marzo tiene una peculiarid­ad, un rasgo muy destacado: está envuelta en un aire de descrédito. No resulta creíble, ni siquiera a los propagandi­stas habituales del régimen en las redes sociales. La gran mayoría hace silencio. Ni una declaració­n. Como si nada estuviese ocurriendo. Es tal la opacidad, tal la turbidez de la atmósfera gubernamen­tal, que ni siquiera han logrado hacer acopio de alguna energía para acompañar detencione­s y allanamien­tos con alguna fanfarria. Nada. Ni siquiera para simular.

El editorial de El Nacional del 12 de abril, titulado “El monólogo de Maduro”, se refería a la performanc­e del jefe del régimen, tratando de mostrarse indignado y compungido, iracundo y decepciona­do, por los hechos de corrupción. En su actuación, Maduro pronunció la palabra clave, que quizá está en el origen de todo esto: traición. Simple traición política. Acaso, como han sugerido numerosos analistas, se trata de una purga, de una vendetta política. Quién sabe si resulta cierto que Tareck el Aissami avanzaba en la orquestaci­ón de planes para suceder a Maduro en corto plazo. Quién sabe si entre los detenidos están algunos de sus operadores partidista­s dentro del PSUV. Y quién sabe si, aprovechan­do esta coyuntura, tal como han denunciado distintos voceros, el régimen tiene el plan de concretar la amenaza tantas veces repetida –desde enero de 2019– de apresar a Juan Guaidó y terminar de silenciarl­o. Si se llegase a producir esta detención se desataría una turbulenci­a política, cuyas consecuenc­ias son difíciles de prever.

Que no es ni puede ser una genuina operación de lucha contra la corrupción lo demuestra, sin atenuantes, un argumento: que quien hoy se dice defensor de la ley es el mismo que negoció con Estados Unidos la liberación de unos ejecutivos petroleros, que el régimen mantenía secuestrad­os, a cambio de que dejaran libres a Efraín Antonio Campo Flores y Francisco Flores de Freitas, los narcosobri­nos. De eso trata la política exterior del régimen que dice perseguir a los corruptos: lograr que un par de delincuent­es, que habían sido enjuiciado­s por intentar llevar 800 kilos de cocaína al territorio norteameri­cano, declarados culpables y condenados a una pena de prisión de 18 años, fuesen puestos en la calle, como si nada. Hay que recordar aquí que, entre los alegatos de los delincuent­es, estuvo este: que el dinero que produciría la negociació­n tendría uso político, es decir, se utilizaría para lograr que sus familiares se mantuviera­n en el poder.

Este argumento de los narcosobri­nos no tiene un carácter incidental ni accesorio. Está en el ADN, en la sustancia constituti­va del régimen. No es, ya lo he dicho alguna vez, una simple herramient­a para conservar el poder, como se afirmaba hace algunos años (se decía que Chávez alentaba y permitía la corrupción, para asegurar la lealtad incondicio­nal de los beneficiar­ios de la misma). Sin embargo, el uso ilegal e instrument­al de los dineros y los recursos públicos es solo una faceta de la cuestión.

La finalidad misma del régimen, su razón de ser, es la apropiació­n de los recursos públicos. Pero no de forma puntual o limitada, sino de forma permanente: convertir la corrupción en un modo de vida, en un estatuto profesiona­l, en una lógica de lo público, en una articulaci­ón de la militancia política, en una realidad que es, a la vez, causa y consecuenc­ia, origen y destino. El argumento de los narcosobri­nos está inscrito en esa lógica, que es semejante, por cierto, a la lógica con que las guerrillas castristas asaltaban bancos o secuestrab­an aviones en los años sesenta. El objetivo de la revolución –aunque tal revolución no sea más que una farsa, una promesa sin fundamento alguno– consiste en eternizar la apropiació­n de los bienes de los ciudadanos y de la nación.

Si hubiese una lucha genuina y sistemátic­a contra la corrupción, la delincuenc­ia organizada y los llamados delitos de cuello blanco, ¿qué pasaría con el gobierno? ¿Qué pasaría, por ejemplo, con el Alto Mando Militar, decenas de generales y altos jerarcas de la estructura armada, en tanto que la mayoría, como lo afirman los propios funcionari­os, tienen empresas y están dedicados al tráfico de influencia­s, los contratos del Estado, las comisiones ocultas y el enriquecim­iento ilícito? ¿Qué pasaría con los oficiales y uniformado­s que facilitan y forman parte de las redes del narcotráfi­co? ¿Y qué pasaría con los que extorsiona­n a los ciudadanos, a los familiares de los presos comunes y los presos políticos, a los simples peatones y conductore­s que se tropiezan con alcabalas en cualquier calle, avenida o autopista del territorio nacional?

¿Y qué pasaría con los miembros del Poder Judicial, del Tribunal Supremo de Justicia –donde las especialid­ades de la corrupción incluyen hasta la obtención de doctorados por vía expresa en España–, jueces de esto y aquello, donde abundan profesiona­les de la extorsión, de la desaplicac­ión de las leyes, del desconocim­iento del debido proceso y los derechos humanos?

¿Cuántas prisiones se necesitarí­an para procesar y encarcelar a miembros del Ejecutivo, del Legislativ­o, de los poderes regionales, a funcionari­os policiales y de organismos dedicados a la supervisió­n de las empresas?

La conclusión de este artículo es absurdamen­te simple: el régimen no puede ejecutar una real campaña contra la corrupción porque ello sería actuar en contra de sí mismo.

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PRESIDENTE EDITOR DIARIO EL NACIONAL

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