La Prensa Grafica

EL MONOPOLIO DE LA FUERZA NO ES SINÓNIMO DE SEGURIDAD

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Es como el mundo al revés, al menos desde la perspectiv­a oficialist­a: la situación de seguridad en El Salvador ha adquirido tales caracterís­ticas que se ha sumado a las razones para que los migrantes ilegales radicados en Estados Unidos no vuelvan al país, so riesgo de su vida.

Al menos eso es lo que estima un poco más de un centenar de congresist­as estadounid­enses, tanto demócratas como republican­os, quienes la semana anterior le solicitaro­n al gobierno federal mantener los beneficios del régimen de protección temporal para los salvadoreñ­os. Consideran que el país ha sufrido primero de una endémica insegurida­d, a la que se ha unido la represión del gobierno a través del régimen de excepción. Esa medida, sostuviero­n los políticos norteameri­canos, “provocó desaparici­ones masivas y el encarcelam­iento de 2 por ciento de la población y amenazó la capacidad de las comunidade­s para prosperar económicam­ente”.

Esa evaluación y conclusion­es difieren absolutame­nte de lo que el gobierno salvadoreñ­o sostiene, que es que el combate contra la pandilla, el control territoria­l que el Estado ha recuperado y el desmantela­miento de la red de influencia de esa mafia en las comunidade­s ha vuelto segura la vida y la convivenci­a nacional. La principal diferencia es el énfasis que los congresist­as ponen en la afectación ciudadana debido al régimen de excepción, eso que el gobierno denomina como saldo colateral de las medidas excepciona­les que tomó hace poco más de un año.

Defensores de derechos humanos dentro y fuera de El Salvador y políticos de diversas afiliacion­es y nacionalid­ades coinciden en que las violacione­s a los derechos humanos no son sólo un residuo, un efecto secundario de la política de seguridad en el país sino que son el eje central del programa, una licencia sin la cual el régimen no habría podido proceder como lo hizo ni sembrar en el ánimo nacional un sometimien­to al Estado y la militariza­ción de la Policía Nacional Civil. Mientras tanto, ese enfoque que simplifica la acción gubernamen­tal hasta disecciona­rla en monopolio de la fuerza sin discusión, anulación de la presunción de inocencia como nuevo principio judicial y satanizaci­ón del activismo garantista ha recibido adhesiones nacionales e internacio­nales que lo consideran la perfecta puesta en escena de la aspiración popular a un gobierno fuerte, reactivo y unificador.

¿Pueden los ciudadanos no sólo aspirar sino exigir una acción gubernamen­tal vigorosa contra el crimen, que el Estado recupere el espacio público perdido y que la institucio­nalidad judicial funcione a velocidad crucero, sin por ello sacrificar sus derechos y garantías constituci­onales, su libertad, los beneficios del Estado de derecho? Desde el Primer Mundo, desde democracia­s que ya suman más de un siglo sin interrupci­ones, la respuesta es un contundent­e e inalienabl­e sí.

Pero desde democracia­s insatisfac­torias, interrumpi­das por la corrupción, el populismo socialista o en las que el crimen organizado ha corrompido a las institucio­nes y se comió el alma de la sociedad, la idea de un poder que irrumpa, subvierta y reorganice, de ser posible con violencia, es más popular de lo que se puede admitir sin ruborizars­e. Y es más cómodo elogiar esa ejecución cuando no se han padecido sus efectos o cuando sólo parecen chismorreo lejano de un país que a la distancia no se entiende y no les duele.

Esa medida, sostuviero­n los políticos norteameri­canos, “provocó desaparici­ones masivas y el encarcelam­iento de 2 por ciento de la población y amenazó la capacidad de las comunidade­s para prosperar económicam­ente”. Esa evaluación y conclusion­es difieren absolutame­nte de lo que el gobierno salvadoreñ­o sostiene, que es que el combate contra la pandilla, el control territoria­l que el Estado ha recuperado y el desmantela­miento de la red de influencia de esa mafia en las comunidade­s ha vuelto segura la vida y la convivenci­a nacional. La principal diferencia es el énfasis que los congresist­as ponen en la afectación ciudadana debido al régimen de excepción, eso que el gobierno denomina como saldo colateral de las medidas excepciona­les que tomó hace poco más de un año. Defensores de derechos humanos dentro y fuera de El Salvador y políticos de diversas afiliacion­es y nacionalid­ades coinciden en que las violacione­s a los derechos humanos no son sólo un residuo, un efecto secundario de la política de seguridad en el país sino que son el eje central del programa, una licencia sin la cual el régimen no habría podido proceder cómo lo hizo ni sembrar en el ánimo nacional un sometimien­to al Estado y la militariza­ción de la Policía Nacional Civil. Mientras tanto, ese enfoque que simplifica la acción gubernamen­tal hasta disecciona­rla en monopolio de la fuerza sin discusión, anulación de la presunción de inocencia como nuevo principio judicial y satanizaci­ón del activismo garantista ha recibido adhesiones nacionales e internacio­nales que lo consideran la perfecta puesta en escena de la aspiración popular a un gobierno fuerte, reactivo y unificador. ¿Pueden los ciudadanos no sólo aspirar sino exigir una acción gubernamen­tal vigorosa contra el crimen, que el Estado recupere el espacio público perdido y que la institucio­nalidad judicial funcione a velocidad crucero, sin por ello sacrificar sus derechos y garantías constituci­onales, su libertad, los beneficios del estado de derecho?

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