CONTROL SOCIAL Y PROPAGANDA, REGULACIÓN Y PERCEPCIONES
i se habla del gobierno, control y regulación no son lo mismo: el control es una censurable y tristemente ordinaria aspiración del que administra, en especial si es un régimen autoritario, mientras que la regulación es uno de los ejes de la función pública. A veces, da la impresión contraria, que los funcionarios están más interesados en controlar a los ciudadanos que en regular las actividades de la sociedad, en especial aquellas que por sus características son de interés general.
América Latina ha sufrido de proyectos dictatoriales desde los albores republicanos, gobiernos usualmente militaristas que sin ninguna legitimidad democrática, con el monopolio de la fuerza como herramienta fundacional, administraron al Estado en función de unos intereses minoritarios. Esa configuración del poder como mayordomo de la oligarquía fue la marca de fábrica del siglo pasado en todo el continente, una reflexión a la que se llegaba muy pronto porque esos grupos, su agenda, su área de influencia y sus nexos con el gobierno eran fáciles de identificar. El principal móvil de ese maridaje era que la dictadura en cuestión garantizara el control social, la inmovilidad ciudadana, y que reprimiera cualquier atisbo de subversión; a cambio, los operarios civiles y militares del poder gozaban de las prebendas inherentes al establishment del cual formaban parte esencial.
Que los ciudadanos se sometan al imperio de la ley y a la fuerza del Estado es un concepto genético de la filosofía política, pero el espíritu de siglos de construcción democrática en Occidente tiene que ver con que la autoridad del gobierno tenga cortapisas, que el control que mandatarios, legisladores y magistrados ejercen a priori sobre la sociedad no sea absoluto sino canalizado, mediatizado, dosificado y justificado. Así, los ciudadanos teóricamente no deben preocuparse si quien detenta una posición por popularidad o designación es un déspota, porque también estarán a buen recaudo y contarán con herramientas para controlar sus excesos y escapar de sus peores apetitos.
Pero la compulsión autoritaria, con independencia del carácter de quienes gobiernan, es más fácil de alimentar en esta época: con unas cuantas herramientas y unos cuantos profesionales de la materia, cualquier administrador puede saber a base diaria de qué hablan las
Spersonas, qué sentimiento domina a la nación respecto de una coyuntura, qué tan difícil es conmover a la opinión pública a través de imágenes, palabras y acciones específicas. De ese nuevo juguete, el de las redes sociales y la medición en tiempo real de la percepción ciudadana, ha derivado un conocimiento y una penetración mayores del discurso político, ya sea oficialista u opositor dependiendo del país del que se hable.
En suma, que un gobierno no necesita de una intervención policial o militar ni de la invasión física del espacio ciudadano para tener controlada a la población, basta con que su influencia sobre lo que la mayoría de la gente piensa sea ni siquiera orgánica ni sofisticada sino efectiva, y ese es un servicio al alcance de quien lo pueda pagar.
Tal es la razón por la cual sin importar si son gente joven o de la vieja ola, los políticos de toda la región exhiben la misma preferencia por la propaganda, porque en esta época es mucho más probable que ese contenido haga diana en la psicología de la población.
Y el otro hemisferio de esa tendencia es a regular solo aquellas actividades que pueden ser incorporadas como insumo a la propaganda: seguridad, producción alimenticia, infraestructura, todo lo que quepa en cifras y de lo que pueda extraerse narrativa y rédito popular. ¿Para qué hablar de preservación del medio ambiente, de educación, de oportunidades contra la progresiva marginalidad, de derechos humanos y democracia si por un lado eso no cabe semióticamente en la propaganda y además no se cree en esos ejes de la política?
Ese es el éxito final del control social: que la propaganda sustituya a la gestión pública y se haga pasar por regulación lo que incluso son licencias para favorecer a intereses privados.
Pero la compulsión autoritaria, con independencia del carácter de quienes gobiernan, es más fácil de alimentar en esta época: con unas cuantas herramientas y unos cuantos profesionales de la materia, cualquier administrador puede saber a base diaria de qué hablan las personas, qué sentimiento domina a la nación respecto de una coyuntura, qué tan difícil es conmover a la opinión pública a través de imágenes, palabras y acciones específicas