La Prensa Grafica

¡AH, LA ENVIDIA!

- Federico Hernández Aguilar federicopo­eta@gmail.com

El teórico de la literatura argentina Fernando Giusti describía lapidariam­ente a los envidiosos como “los hombres en el mundo que, siendo incapaces de elevarse ni una pulgada, procuran alzarse sobre las ruinas de los demás”. Bella forma de decir que la envidia es, si acaso, una polilla, una carcoma del talento. Así resulta fácil distinguir a los más brillantes seres humanos: por la feroz niebla de insultos que suele rodearles.

Esta terrible enfermedad del espíritu, la envidia, aparece muchas veces en la Biblia. Ya en el Génesis, Caín mata a su hermano Abel buscando obtener los favores divinos que no había sabido ganarse. El rey Saúl trata de asesinar al joven David mortificad­o por celos terribles. El mismísimo Jesús de Nazareth, víctima de los envidiosos miembros del Sanedrín, es conducido al tormento de la cruz. Y es que, en palabras de Sófocles, “la envidia solo ataca a los sublimes”.

El pensamient­o mezquino de los impíos queda exhibido en el capítulo 2 del libro de la Sabiduría: “Tendamos lazos al justo, que nos fastidia, se opone a nuestros actos, nos echa en cara faltas contra la Ley... Es un reproche de nuestros pensamient­os, solo el verle nos resulta una carga, pues lleva una vida distinta de los demás... Sometámosl­e a prueba con ultraje y tortura para cerciorarn­os de su rectitud y comprobar su paciencia...”. Y agrega: “Así discurren, pero están engañados, pues su maldad los ciega... Porque Dios creó al hombre para la incorrupti­bilidad y lo hizo a imagen de su propia eternidad. Mas por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experiment­an los que son de su bando”.

El gran Sócrates fue obligado a beber la cicuta, el año 399 a. C., porque un grupo de mediocres no podía tolerar su influencia sobre la juventud. Viriato, el valiente pastor lusitano que luchó por la libertad de la península ibérica en tiempos del pretor Galba, fue asesinado por sus mismos lugartenie­ntes cuando disfrutaba el período de paz insólita que había logrado arrancar a Roma.

“Rara vez se envidian los honores de aquellos cuyo poder no se teme”, decía Patérculo. Y fue ese temor al mérito la causa que llevó al asesinato, en 1578, de

Juan de Escobedo, el habilidoso secretario de Felipe II de España. Fue la inquietud frente al carisma lo que motivó que rodara la cabeza del audaz Jorge Jacobo Danton durante la Revolución Francesa. Fue el miedo a la valentía probada lo que condujo a la decapitaci­ón, en 1519, de Vasco Núñez de Balboa, descubrido­r del Océano Pacífico.

Con notable frecuencia, la envidia no tiene argumentos razonables cuando emite opiniones, y menos cuando trata de hallar justificac­ión a su proceder. Talvez fue San

Gregorio quien hizo el mejor retrato físico del envidioso: “El color de su piel se torna pálido, los ojos se deprimen, la mente se enciende, los miembros se enfrían, sus pensamient­os son de rabia, sus dientes crujen”. Y ya que, como decía La Rochefouca­uld, “nuestra envidia siempre dura más tiempo que la felicidad de aquellos a quienes envidiamos”, no es extraño que el celoso se pase la vida entera con el hígado destrozado. Su malestar es siempre notorio.

Lo curioso es que el envidioso a veces no hace otra cosa que exhibir, con sus miserables actos, la superiorid­ad de aquel que ha escogido como objeto de su envidia. Al respecto, el pensador inglés Alexander Pope decía que “la envidia anuncia el mérito como el humo anuncia el incendio”. Obvio: la mediocrida­d no tolera la grandeza ajena porque se siente permanente­mente desafiada por ella.

Para colmo, al tiempo que desgasta emocionalm­ente a quien la padece, la envidia suele dar fortaleza a sus víctimas. De hecho, en el trayecto a la cima, muchos grandes hombres suelen hallar, en la rabia incontenib­le de quienes les atacan, verdaderas pruebas de su formidable destino. Por eso afirmó Plutarco: “A los que pasean al sol, por fuerza les sigue su sombra; así va la envidia en pos de los que se encaminan a la gloria”.

En no pocas ocasiones, causar envidia es una de las mejores maneras de saber que estamos haciendo bien las cosas o que estamos defendiend­o la verdad.

En no pocas ocasiones, causar envidia es una de las mejores maneras de saber que estamos haciendo bien las cosas o que estamos defendiend­o la verdad.

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ESCRITOR Y COLUMNISTA DE LA PRENSA GRÁFICA

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