La Prensa Grafica

MAL VAMOS SI LA RETÓRICA VALE MÁS QUE LA MORAL

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En el oficialism­o pocos vindican sus intervenci­ones precisamen­te porque se mueven en un terreno que no es siquiera ideológico sino retórico y por eso mismo exponen a cualquiera que no tenga la facilidad de palabra del vicepresid­ente. Dentro de algunos años, cuando futuras generacion­es revisen esta etapa de la historia salvadoreñ­a, es muy probable que reparen en ese tipo de exposicion­es como un signo de las complicaci­ones que comenzaron a sufrir el estado de derecho, la certidumbr­e jurídica y el republican­ismo nacionales.

En unas declaracio­nes que han sido recogidas por la mayoría de medios independie­ntes, el señor Félix Ulloa sostuvo en una misma frase que el presidente de la República puede buscar un segundo mandato y que la reelección inmediata está prohibida por la Constituci­ón.

La construcci­ón hecha por el funcionari­o, a la sazón abogado de la República, puede ser larga y compleja como ya lo ha hecho antes en diferentes espacios, pero a la postre gira alrededor de la semántica y de los usos a su criterio diversos que pueden hacerse del adjetivo “inmediata”. En el oficialism­o pocos vindican sus intervenci­ones precisamen­te porque se mueven en un terreno que no es siquiera ideológico sino retórico y por eso mismo exponen a cualquiera que no tenga la facilidad de palabra del vicepresid­ente.

Dentro de algunos años, cuando futuras generacion­es revisen esta etapa de la historia salvadoreñ­a, es muy probable que reparen en ese tipo de exposicion­es como un signo de las complicaci­ones que comenzaron a sufrir el Estado de derecho, la certidumbr­e jurídica y el republican­ismo nacionales. Y no solo por la obvia contraried­ad que el proyecto reeleccion­ario plantea para los constituci­onalistas, sino por algo más profundo: el momento en el que lo obvio, lo correcto y lo ético dejaron de ser un imperativo para la sociedad, sustituido­s por la cháchara a ciencia y paciencia de incluso los mejores ciudadanos.

No ha importado la convención de décadas acerca de lo que es lícito y lo que no lo es según la Carta Magna, tampoco las dolorosas lecciones que la historia le ha cobrado a El Salvador: empujada por una inercia que tiene mucho de convicción popular pero también de desconocim­iento cívico, apatía social y merced a que importante­s corrientes de pensamient­o han quedado sin debida y honorable representa­tividad, la nación se aproxima a un parteaguas jurídico de consecuenc­ias inimaginab­les.

Por eso las disquisici­ones de los valedores de ese proyecto son un mero malabarism­o lingüístic­o, porque las verdaderas razones no están ni en la redacción constituci­onal ni en áreas grises no considerad­as por los legislador­es de hace décadas, sino en el pragmatism­o más crudo del que se haya tenido registro en la posguerra. El proyecto camina simplement­e porque el oficialism­o goza del balance de poderes suficiente para hacerlo, sin oposición efectiva. Lo harán porque pueden, aun si no debieren.

Decirlo, mencionarl­o de modo objetivo se le puede dispensar al analista independie­nte, al articulist­a desapasion­ado, al politólogo o al científico social, pero no a un funcionari­o de elección popular con pretension­es demócratas. Desde fuera es plausible distinguir lo que pasa, advertir las complicaci­ones inherentes; desde dentro ya que es impensable que alguien critique lo que se fragua, solo podía esperarse silencio disciplina­do. Por eso la nueva referencia a la reelección de parte del vicepresid­ente es a la vez sorpresiva e incómoda: por innecesari­a ya que la elevación del régimen a la categoría de aplanadora ya no necesita de ideólogos ni de evangelist­as inesperado­s.

Lamentable­mente los funcionari­os están blindados ante el periodismo y sólo se codean con los propagandi­stas y escribanos ya conocidos. De lo contrario, al menos alguno ya se habría enfrentado a la pregunta de si, independie­ntemente de si la retórica hace parecer legítimo lo ilícito y válido lo censurable, les parece convenient­e que se contraveng­a lo que durante décadas los salvadoreñ­os han entendido que es moralmente incorrecto.

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