INSULTOS, VIOLENCIA Y JUSTIFICACIONES
Muchas veces, lo que separa al insulto del asesinato, cuando hay resentimiento de por medio, es el mero acceso a un arma. Y sobre este mundo camina gente tan fanática, que asombra el odio con que pretenden justificar lo que por fuerza de razonamientos no logran explicar.
A Monseñor Romero, sin ir más lejos, lo mató ese tipo de rencor que pasa de la impotencia a la barbarie con vergonzosa rapidez. A Juan Pablo II le disparó en la Plaza de San Pedro un extremista que no supo cómo enfrentar su fuerza moral. A personajes como Ignacio Ellacuría o don Tono Rodríguez Porth los asesinó esa intolerancia que jala gatillos porque se aterra ante el poder de las ideas.
Hace varios años, cuando se desempeñaba como arzobispo de San Salvador, monseñor Fernando Sáenz Lacalle fue insultado en la Catedral por quienes deseaban convertirle en portavoz de sus resentimientos. Él, muy sereno, hizo lo que debe hacerse ante ataques tan injustos: no rebajarse. Sencillamente, dio la espalda a los que vociferaban y se retiró del lugar, con las manos juntas, en actitud de rezar por ellos. Eso fue todo. Los injuriadores se quedaron sin objetivo y los demás recibimos un ejemplo de cristiana hidalguía.
Por supuesto, los que están acostumbrados a perder los estribos solo ganan cuando sus víctimas pierden la paciencia. Por eso nunca debemos darles ese gusto. Si alguien está seguro de la razón que le asiste, ¿por qué tiene que hacerse escuchar con agravios? ¿Qué persona normal va a creer en la nobleza de una causa que recurre a los improperios para ganar adeptos?
“El fin vale lo que valen los medios”, dijo el Mahatma Gandhi, otro mártir ilustre. Los propósitos a los que podríamos entregar la vida no nos necesitan rebajándonos a la inmoralidad. Los grandes ideales requieren de “misioneros” conscientes de su responsabilidad, respetuosos (para empezar) con aquellos por cuyo beneficio supuestamente trabajan. Una persona que para demostrar la justicia de su causa se ve en necesidad de violentar a otros, burlándose de ellos, calumniándoles, ofendiéndoles, ¿en verdad confirma que su causa es justa?
No dudo que alguien llegue a creerse el cuento de que “los fines justifican los medios” -frase literal que, por cierto, no salió jamás de la pluma de Maquiavelo-; pero incluso a alguien que así lo piense habría que intentar convencerle de la debilidad de su premisa. ¿Significaría entonces que para oler mejor la rosa preferida de nuestro jardín lo más conveniente sería arrancarla de su tallo y pegarla con cinta adhesiva a nuestra nariz?
En efecto, es difícil simpatizar con causas debilitadas por sus mismos defensores. Una turba que pisotea los derechos de otros para plantear sus propios derechos puede incluso tener algo de razón; el problema es que no sabe ganársela. Quien comete una injusticia para combatir otra es posible que triunfe; la gran perdedora, sin embargo, será siempre la justicia.
Los postulados teóricos que han pretendido justificar la violencia como praxis ética han terminado desacreditados por la historia. Incluso el marxismo no ha tenido más remedio que recular en ese terreno, pues las consecuencias de sus aplicaciones llegaron a ser dramáticas, cuando no terroríficas. Pese a esas duras lecciones, sin embargo, aún persiste en la naturaleza humana esa extraña incoherencia de creer que ultrajando al adversario se ganan batallas importantes.
El pleito no requiere esfuerzos adicionales a los que utiliza una mula para embestir. En el terreno de las ideas, en cambio, triunfa la razón si el diálogo se mantiene dentro de lo razonable. Cuando los propósitos son en realidad generosos, siempre infunden generosidad a las acciones que convocan; pero cuando los medios son equivocados, hasta los fines más legítimos pierden credibilidad. Por eso el insulto, invariablemente, es el recurso de los ya vencidos. Por eso la violencia nunca ha sido ningún remedio contra la violencia.
Por supuesto, los que están acostumbrados a perder los estribos solo ganan cuando sus víctimas pierden la paciencia. Por eso nunca debemos darles ese gusto.