EL DEBIDO PROCESO COMO DEBER SER DE LA JUSTICIA EN EL SALVADOR
l embajador de los Estados Unidos de América en El Salvador, William Duncan, sostuvo esta semana, consultado sobre las políticas de seguridad del gobierno de GANA, que su país respeta la soberanía aunque considera que “el debido proceso” como premisa de un sistema de justicia penal es innegociable. Por supuesto, es una declaración diplomática clásica, en un tono sensato, pero la democracia nacional se encuentra en un tránsito tan complicado que hasta una línea así de prudente puede despertar controversia y reacciones en el oficialismo.
Hace poco menos de dos años, la embajadora interina Jean Manes anunciaba su retiro del país y lamentaba que pese al interés norteamericano por mejorar las relaciones con el gobierno salvadoreño, no hubo interés alguno de su contraparte sino una escalada dialéctica de parte del mismo presidente de la República. Era una coyuntura diferente, en la cual en los corrillos diplomáticos aún se creía que el régimen podía retroceder en las decisiones que la bancada oficialista tomó el 1 de mayo, en especial las relativas con la Corte Suprema de Justicia y el ministerio público.
Los efectos de aquellos hechos llegan hasta la actualidad incluido el régimen de excepción, los antojadizos proyectos de ley con el del bitcóin a la cabeza, la indolencia ante los graves indicios de corrupción durante la pandemia y las licencias que el Ejecutivo se ha tomado respecto de decenas de temas, la reelección entre ellos.
En la vocería diplomática norteamericana y europea, los últimos meses ya no se habló de otra cosa que del respeto a los derechos humanos en el marco de la excepcionalidad. Ya no se conversa sobre la legitimidad de los hechos registrados en mayo de 2021, y aunque sea aventurado afirmarlo es posible que la posición internacional ante una eventual violación constitucional
Een marzo de 2024 sea la de guardar un celoso mutis en aras de “respetar las decisiones soberanas del pueblo salvadoreño”. Pero ni siquiera esa tibieza garantiza que las relaciones del gobierno salvadoreño con sus pares del Primer Mundo mejoren, porque el adn demócrata de esas naciones es suficiente para distanciarlo de la narrativa y automatismos del nacional.
Si el debido proceso se transformara en corazón del sistema judicial salvadoreño, algunos funcionarios tendrían que responder a preguntas muy difíciles y las cárceles se convertirían en la fuente de graves testimonios que podrían volverse contra el Estado. Si la justicia atendiera a esa potente carga moral, su aparato dedicaría ingentes e incesantes esfuerzos a atender, apoyar y darle el consuelo de la verdad a las decenas de familias enlutadas por la agresión terrorista de marzo del año pasado. En lugar de tenerse a decenas de miles de arrestados por agrupaciones ilícitas, se tendría perfilados y procesados a los indiciados por la autoría intelectual y material de esos asesinatos. Pero del deber ser institucional se habla poco, sustituido por propaganda y viruta.
Así, la declaración del embajador, en efecto tradicional, políticamente correcta y estudiada, puede de todos modos resultar incómoda y sonar hasta acusatoria, no por estrategia ni por desacierto del diplomático sino porque en esta coyuntura, esperar que el Estado satisfaga sus deberes constitucionales puede ser o inocente o una temeridad.
Pero del deber ser institucional se habla poco, sustituido por propaganda y viruta. Así, la declaración del embajador, en efecto tradicional, políticamente correcta y estudiada, puede de todos modos resultar incómodo y sonar hasta acusatoria, no por estrategia ni por desacierto del diplomático sino porque en esta coyuntura, esperar que el Estado satisfaga sus deberes constitucionales puede ser o inocente o una temeridad.