A UN AÑO DEL BICENTENARIO DE LA FUERZA ARMADA
Esta vocación de servicio a la gente no es siquiera una derivación del espíritu de los Acuerdos de Chapultepec sino que ha formado parte de la doctrina castrense desde la Carta Magna de 1962; incluso desde las décadas del feroz militarismo del siglo anterior, la única razón de existencia de la Fuerza Armada fue defender al país. Y el contenido de esa declaración nunca debió ni debe ser hueco o a través de la alguna vez novedosa y ahora anacrónica noción de la tesis de la seguridad nacional, sino puesta en cuatro palabras: hacer valer la Constitución
La Fuerza Armada de El Salvador cumplió ayer 199 años de fundación; a las puertas de su bicentenario, la coyuntura se ha complejizado lo suficiente como para discutir acerca de la naturaleza de la institución castrense y qué tanto las políticas del gobierno de turno la han alejado de su deber ser.
Si bien en los últimos dos años el debate se centró en el imperativo de que la milicia sea apolítica, poco se ha analizado acerca de si el Ejército está efectivamente al servicio del pueblo en su calidad de verdadero soberano. A tal efecto, debería estar sometido a las autoridades que el electorado ha establecido, pero además no debería arrojar ningún viso de que esté constituyéndose en un poder en sí mismo y mucho menos en un vehículo que reprima a la población.
Esta vocación de servicio a la gente no es siquiera una derivación del espíritu de los Acuerdos de Chapultepec sino que ha formado parte de la doctrina castrense desde la Carta Magna de 1962; incluso desde las décadas del feroz militarismo del siglo anterior, la única razón de existencia de la Fuerza Armada fue defender al país. Y el contenido de esa declaración nunca debió ni debe ser hueco o a través de la alguna vez novedosa y ahora anacrónica noción de la tesis de la seguridad nacional, sino puesta en cuatro palabras: hacer valer la Constitución.
Tal es la única y más cara acción política que le corresponde a la institución, la de garantizar que el espíritu de la Ley máxima no se quede en el papel, que los derechos establecidos por la Constitución sean respetados sin distinciones entre los ciudadanos. Mientras, lo que no se le permite es que sus mandos participen en el gobierno de la sociedad, que se abstengan de cualquier praxis política.
En el actual estado de las cosas, ¿el Ejército ha estado más o menos cerca de satisfacer ese imperativo constitucional? Del análisis de esa situación puede desprenderse otro saldo del régimen de excepción porque ninguna otra iniciativa de esta administración ha supuesto retos tan grandes para la Fuerza Armada en lo operativo, en lo logístico pero también en lo doctrinario, porque al poner a tanta tropa en contacto diario con los ciudadanos y en una situación de restricción de libertades, la institución puede mostrar lo mejor pero también lo peor de unos elementos que no han sido formados para tal escenario.
Además, el tono de crispación y el discurso de polarización ha sido generalizado, emanado desde la cúpula oficial e irradiado a la nación en su conjunto; ¿qué tanto ha permeado en el personal militar? ¿Qué esfuerzos se han hecho para profesionalizar a la tropa en un marco que exige de ella un contenido extraordinario al de su entrenamiento? No son las únicas preguntas, ni las más acuciantes desde la perspectiva civil. Pero hay otra que es relevante tanto para los ciudadanos como para los profesionales de la carrera militar, y es si al gobierno de turno ¿le ha interesado que la institución castrense se constriña a su rol legal? La historia salvadoreña subraya que al respecto, la indolencia suele ser dolorosa de pagar.