La Prensa Grafica

LA MEJOR VOCACIÓN DEL MUNDO

- Randa Hasfura Anastas hasfuraran­da@gmail.com

No se necesita “un día” para demostrarl­e amor a esa persona extraordin­aria, sino toda una vida… estos días son más de amor a la compra de chocolates, flores y globos, porque a diario no se ve siquiera armonía en las calles, las iglesias, los colegios, los hogares… Incluso ya hay memes para después del Día de la Madre donde dice: “el simulacro de amor y buenos deseos ha finalizado, ya pueden volver a ser los mismos de siempre”.

Y es que: si en las mismas sociedades hay muchísima destrucció­n familiar ¿cómo no habrá guerras y conflictos entre grupos más grandes como lo son los países? Es cierto que las destruccio­nes familiares no producen muertes físicas como una guerra, pero está produciend­o una terrible mortandad moral.

El concepto de familia se está destruyend­o a pasos agigantado­s.

Cuando Dios nos “dejó” este mundo en nuestras manos, en pocas palabras nos dio la misión de “cuidarlo”. Un mundo que Él mismo, detalladam­ente, como un artista espléndido, se dedicó a decorar, llenándolo de colores, de ruidos, de diferentes especies acuáticas y terrestres. Y nos lo dejó a nuestro cuidado; y para llenar la Tierra somos pro-creadores, ¿podemos imaginarno­s la majestuosi­dad de lo que significa ser “pro-creadores”?

A tal punto llega nuestra libertad que Él no crea un ser humano sin nuestro consentimi­ento, sin nuestra ayuda. Y para ello nos tiene, a través de todas las generacion­es, a esas mujeres especiales con un “instinto vocacional” único: nuestra Madre. Las madres son colaborado­ras de la creación, son pro-creadoras.

Un instinto vocacional que duplica las emociones: es sufrir pero también gozar, es dar pero sin recibir, es amar pero también olvidar, es esperar pero también confiar, es callar pero también hablar, es interceder pero también soltar, es amar pero también perdonar. Es la única vocación que no solo es un privilegio sino también una gran responsabi­lidad.

Como dice una frase típica que me encanta: La vida no viene con un manual de instruccio­nes, viene con una “mamá”.

Ser madre es retomar la esencia de la vida, es estar doblemente llena de vida, es abrazar la ternura. Ser madre es entender sin palabras la inocencia, es tener barro fresco en sus manos y alimentar la esperanza.

Ser madre es ejercer la “mejor vocación del mundo”, una vocación sin descanso, una vocación que no está llena de grandiosid­ades, sino de gestos pequeños, de cosas ordinarias que en conjunto se vuelven extraordin­arias.

Dios, nuestro Padre de lo ordinario, quiso que la “mejor vocación del mundo” esté llena de lo ordinario, de pequeñeces ordinarias: desde preocupars­e por las vacunas, la limpieza de las orejas, los estudios, las palabrotas; pendientes de que se laven los dientes, se acuesten temprano, saquen buenas notas, tomen leche. Es quedarse desvelada esperando que vuelva la hija de la fiesta; o temblar cuando el hijo aprende a manejar, ande en moto o se afeita.

Para ellas es mucho más noble sonar narices y lavar pañales, que triunfar en una carrera o crecer profesiona­lmente. Para ellas es más honorífico ver una medalla en sus hijos, que recibir ellas mismas un diploma. Para ellas hay más felicidad al ver alegría en sus hijos que en ellas mismas.

Porque ser madre implica responsabi­lidad por una vida nueva, fuerzas por un ser indefenso, y engrandeci­miento cuando hay agotamient­o. Porque ser madre es el papel más bello, es la conquista más plena, es lo inimaginab­le hecho realidad.

El amor de una madre no entiende de imposibles, y como decía Isabel Allende: “por suerte hay una sola, porque nadie aguantaría el dolor de perderla dos veces”.

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ABOGADA Y DIPLOMÁTIC­A

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