DOMINGO DE PENTECOSTÉS
La liturgia de Pentecostés, la venida del Espíritu Santo sobre la Virgen y los apóstoles, la compara a “un viento que soplaba fuertemente”.
El Espíritu Santo es, como nos lo recuerda la Liturgia, “descanso de nuestro esfuerzo, gozo que enjuga las lágrimas”; y lo pedimos de esta manera: “Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas”. Él entra en las situaciones y las transforma, cambia los corazones y cambia los acontecimientos.
Los discípulos, que al principio estaban llenos de miedo, atrincherados con las puertas cerradas también después de la resurrección del Maestro, son transformados por el Espíritu y, como anuncia Jesús en el Evangelio, “dan testimonio de Él”.
El Espíritu libera los corazones cerrados por el miedo. Vence las resistencias. A quien se conforma con ser mediocre, le ofrece ímpetus de entrega. Ensancha los corazones estrechos. Anima a servir a quien se apoltrona en la comodidad. Hace caminar al que se cree que ya ha llegado. Hace soñar al que cae en tibieza.
De culpables nos hace justos y, así, todo cambia, porque de esclavos del pecado pasamos a ser libres, de siervos a hijos, de descartados a valiosos, de decepcionados a esperanzados. De este modo, el Espíritu Santo hace que renazca la alegría, que florezca la paz en el corazón.
Abre nuevos caminos, como en el episodio del diácono Felipe. El Espíritu lo lleva por un camino desierto, de Jerusalén a Gaza. En aquel camino Felipe predica al funcionario etíope y lo bautiza; luego el Espíritu lo lleva a Azoto, después a Cesarea: siempre en situaciones nuevas, para que difunda la novedad de Dios.
Luego está Pablo, que “encadenado por el Espíritu”, viaja hasta los más lejanos confines, llevando el Evangelio a pueblos que nunca había visto.
Sin embargo, tantas veces hemos visto obrar maravillas. A menudo, precisamente en los períodos más oscuros, el Espíritu ha suscitado la santidad más luminosa. Porque Él es el alma de la Iglesia, siempre la reanima de esperanza, la colma de alegría, la fecunda de novedad, le da brotes de vida.
Él traerá su fuerza de cambio, una fuerza única. Trae unidad en lo que está fragmentado, paz en las aflicciones, fortaleza en las tentaciones. Lo recuerda San Pablo en la carta a los
Gálatas, escribiendo que el fruto del
Espíritu es alegría, paz, fidelidad, dominio de sí. El Espíritu regala la intimidad con Dios, la fuerza interior para ir adelante.
Pero al mismo tiempo él es fuerza; aquel que nos revela a Dios nos empuja hacia los hermanos. Envía, convierte en testigos y por eso infunde —escribe San
Pablo— amor, misericordia, bondad, mansedumbre.
Pidámosle que seamos así. Espíritu Santo, viento impetuoso de Dios, sopla sobre nosotros. Sopla en nuestros corazones y haznos respirar la ternura del Padre.
Sopla sobre el mundo el calor suave de la paz y la brisa que restaura la esperanza.
Ven, Espíritu Santo, cámbianos por dentro y renueva la faz de la tierra.
Acudamos a María, Esposa del Espíritu Santo, para pedirle que nos ayude a ir siempre a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, en busca de la fuerza que necesitamos para vencer los obstáculos que se nos presenten cuando debamos actuar como buenos cristianos que somos.
El Espíritu libera los corazones cerrados por el miedo. Vence las resistencias. A quien se conforma con ser mediocre, le ofrece ímpetus de entrega. Ensancha los corazones estrechos. Anima a servir a quien se apoltrona en la comodidad. Hace caminar al que se cree que ya ha llegado. Hace soñar al que cae en tibieza.