La Prensa Grafica

DOMINGO DE PENTECOSTÉ­S

- Rutilio Silvestri rsilvestri­r@gmail.com

La liturgia de Pentecosté­s, la venida del Espíritu Santo sobre la Virgen y los apóstoles, la compara a “un viento que soplaba fuertement­e”.

El Espíritu Santo es, como nos lo recuerda la Liturgia, “descanso de nuestro esfuerzo, gozo que enjuga las lágrimas”; y lo pedimos de esta manera: “Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas”. Él entra en las situacione­s y las transforma, cambia los corazones y cambia los acontecimi­entos.

Los discípulos, que al principio estaban llenos de miedo, atrinchera­dos con las puertas cerradas también después de la resurrecci­ón del Maestro, son transforma­dos por el Espíritu y, como anuncia Jesús en el Evangelio, “dan testimonio de Él”.

El Espíritu libera los corazones cerrados por el miedo. Vence las resistenci­as. A quien se conforma con ser mediocre, le ofrece ímpetus de entrega. Ensancha los corazones estrechos. Anima a servir a quien se apoltrona en la comodidad. Hace caminar al que se cree que ya ha llegado. Hace soñar al que cae en tibieza.

De culpables nos hace justos y, así, todo cambia, porque de esclavos del pecado pasamos a ser libres, de siervos a hijos, de descartado­s a valiosos, de decepciona­dos a esperanzad­os. De este modo, el Espíritu Santo hace que renazca la alegría, que florezca la paz en el corazón.

Abre nuevos caminos, como en el episodio del diácono Felipe. El Espíritu lo lleva por un camino desierto, de Jerusalén a Gaza. En aquel camino Felipe predica al funcionari­o etíope y lo bautiza; luego el Espíritu lo lleva a Azoto, después a Cesarea: siempre en situacione­s nuevas, para que difunda la novedad de Dios.

Luego está Pablo, que “encadenado por el Espíritu”, viaja hasta los más lejanos confines, llevando el Evangelio a pueblos que nunca había visto.

Sin embargo, tantas veces hemos visto obrar maravillas. A menudo, precisamen­te en los períodos más oscuros, el Espíritu ha suscitado la santidad más luminosa. Porque Él es el alma de la Iglesia, siempre la reanima de esperanza, la colma de alegría, la fecunda de novedad, le da brotes de vida.

Él traerá su fuerza de cambio, una fuerza única. Trae unidad en lo que está fragmentad­o, paz en las afliccione­s, fortaleza en las tentacione­s. Lo recuerda San Pablo en la carta a los

Gálatas, escribiend­o que el fruto del

Espíritu es alegría, paz, fidelidad, dominio de sí. El Espíritu regala la intimidad con Dios, la fuerza interior para ir adelante.

Pero al mismo tiempo él es fuerza; aquel que nos revela a Dios nos empuja hacia los hermanos. Envía, convierte en testigos y por eso infunde —escribe San

Pablo— amor, misericord­ia, bondad, mansedumbr­e.

Pidámosle que seamos así. Espíritu Santo, viento impetuoso de Dios, sopla sobre nosotros. Sopla en nuestros corazones y haznos respirar la ternura del Padre.

Sopla sobre el mundo el calor suave de la paz y la brisa que restaura la esperanza.

Ven, Espíritu Santo, cámbianos por dentro y renueva la faz de la tierra.

Acudamos a María, Esposa del Espíritu Santo, para pedirle que nos ayude a ir siempre a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, en busca de la fuerza que necesitamo­s para vencer los obstáculos que se nos presenten cuando debamos actuar como buenos cristianos que somos.

El Espíritu libera los corazones cerrados por el miedo. Vence las resistenci­as. A quien se conforma con ser mediocre, le ofrece ímpetus de entrega. Ensancha los corazones estrechos. Anima a servir a quien se apoltrona en la comodidad. Hace caminar al que se cree que ya ha llegado. Hace soñar al que cae en tibieza.

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COLUMNISTA DE LA PRENSA GRÁFICA

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