PARTICIPACIÓN POLÍTICA Y DISCURSO MISÓGINO
n reportaje de LA PRENSA GRÁFICA reveló que solo un 18.5 por ciento de las candidaturas a la silla edilicia son femeninas. Aunque la conversación sobre la disparidad de género en la participación política está suficientemente sustentada, es un dato impactante. Si bien el mismo artículo establece que un 40.4 por ciento de quienes compiten por un puesto en los listados de concejos municipales son ciudadanas, que los cuadros más relevantes de todas las fuerzas políticas, oficialismo y oposición por igual, sean mayoritariamente masculinos como lo indica esa estadística así como la de las candidaturas legislativas (solo 38 por ciento de quienes pelearon por una curul en propiedad hace tres semanas fueron mujeres) reitera el amplio camino por recorrer.
Si bien en la perspectiva más amplia, por ejemplo tomando como referencia el último medio siglo, muchas naciones avanzaron en el desarrollo de una agenda de género profunda y que se ha traducido en políticas públicas que persiguen la igualdad de género normativa y sustantiva, son más las sociedades en las que hay una activa resistencia a garantizar los derechos y autonomía de las mujeres. Uno de los signos más obvios de esa reticencia es que no satisfaga la plena participación de las mujeres en cargos públicos y de representación política, condición sine qua non para alcanzar la democracia paritaria.
La discusión al respecto no debe ni puede desarrollarse en lo teórico, hay causas poderosas detrás de esa relegación de las salvadoreñas a una participación minoritaria en la política. Los problemas que obstaculizan la participación de la mujer están vinculados de modo íntimo con el subdesarrollo, con énfasis en lo rural. Por eso, además del aislamiento, la falta de instrucción y empleo y otros males que provocan el éxodo hacia las ciudades en busca de trabajo, esas ciudadanas enfrentan una mayor posibilidad de vivir en la marginación y la exclusión debido a su género y a las habilidades que se consideran suficientes para
Uque participe de la dinámica económica, entiéndase el cuido de los hijos y las tareas domésticas. Al asumir un rol más proactivo, prominente y de interlocución en el servicio público o en el intercambio de ideas de la política, las salvadoreñas de las capas sociales de mayor renta no lo tienen más fácil, como lo revela el discurso de odio que se activa con independencia que sean de uno u otro partido político o movimiento social. La industria de la descalificación y el acoso digital se ensaña de un modo metódico contra las ciudadanas que sobresalen, y a diferencia del hostigamiento sufrido por sus pares masculinos, a las mujeres se les ataca desde la sexualidad, las amenazas de vejación física y la descalificación intelectual, todas relacionadas con su género.
Uno de los primeros pasos para coadyuvar a que la sociedad salvadoreña supere este estadio es la persecución y condena unánime al discurso misógino, sin que se distinga entre aquel que se levanta contra las ciudadanas de una u otra corriente político partidaria o alineación con el poder. Mientras las salvadoreñas más sobresalientes en la esfera nacional no se solidaricen y hagan frente común contra esa prácticas, les será aún más difícil sensibilizar a la nación acerca de la vulnerabilidad de sus derechos.
Si bien en la perspectiva más amplia, por ejemplo tomando como referencia el último medio siglo, muchas naciones avanzaron en el desarrollo de una agenda de género profunda y que se ha traducido en políticas públicas que persiguen la igualdad de género normativa y sustantiva, son más las sociedades en las que hay una activa resistencia a garantizar los derechos y autonomía de las mujeres. Uno de los signos más obvios de esa reticencia es que no satisfaga la plena participación de las mujeres en cargos públicos y de representación política, condición sine qua non para alcanzar la democracia paritaria.