EL ESTADO, EN TODAS SUS ÁREAS ORGÁNICAS Y ADMINISTRATIVAS, ESTÁ EN EL DEBER DE CUIDAR EL GASTO Y LA AUSTERIDAD PARA QUE EL PAÍS FUNCIONE
En todos los niveles de la vida concreta, sean individuales o sociales, culturales o políticos, el saludable desenvolvimiento de la actividad humana debe estar regido por principios, valores y normas de estricta racionalidad, porque de lo contrario todo tiende a descarrilarse o a perderse en el desperdicio o en la escasez. Cuando la desorientación se refiere precisamente al hacer estatal, lo que resulta en definitiva son Estados fallidos, que parecen ir flotando en aguas fuera de control, como con creciente frecuencia se ve ahora en todas las zonas del mapamundi. Nuestro país no tiene firme tradición de disciplina funcional, y por eso se halla más expuesto a los descontroles distorsionadores, aunque otras condiciones de nuestro avance parecen propicias para conducirnos en la dirección más previsora y adecuada.
Cuando una sociedad, como es el caso de la nuestra, viene estando cada vez más compelida por la dinámica del tiempo a responderle a la ciudadanía de un modo oportuno e inequívoco, los apremios de la inversión y del gasto se van volviendo imparables y de alcance cada vez mayor. En el pasado, los Gobiernos y las instituciones hacían sus planes sin sentir la presión ciudadana derivada de las necesidades y las aspiraciones de la gente; pero esas épocas ya quedaron recluidas en el pasado: hoy hay que cumplirle al ciudadano, si se quiere evitar el rechazo político, que es el que genera castigos electorales. Y tales esfuerzos de cumplimiento siempre tienen precios de inversión, que van a caer en las cajas y en los bolsones de las finanzas públicas.
El gasto, cualquiera que sea su origen e independientemente del plano en que se dé, constituye un riesgo de desquiciamiento que, si se descuida o elude, puede llegar a ser catastrófico, tal como es fácil detectar en las familias, en las organizaciones públicas y privadas, y en los Estados mismos. Y el control del gasto, unido al control del endeudamiento, conducen en conjunto a un manejo inteligente y responsable de las finanzas. Esto tendríamos que tenerlo presente sin ninguna evasiva o excusa en todo momento y lugar. Acabamos de señalar unidas la inteligencia y la responsabilidad, y esto no es casual: ambas, en real unidad, son las herramientas más firmes para asegurar destino.
El principal peligro del gasto consiste en que es una constante tentación, y más aún cuando se conecta con el ansia de “quedar bien”, como es característica de aquellos regímenes políticos que le ponen énfasis a la aceptación popular. Esto se halla hoy muy en boga en todas partes, y es por eso que los dineros públicos no alcanzan nunca, poniendo a las respectivas finanzas al filo del desborde. Hay, pues, que emplear mayor voluntad niveladora a fin de evitar que las cosas en este punto lleguen a salirse de control. Disciplina que siempre es de muy ardua aceptación y de muy dificultoso cumplimiento.
En todos estos puntos se hace todavía más indispensable la planificación firme y proyectiva, que vaya articulando y desplegando todas las medidas que sea del caso tomar en esta línea. Planificar es la más clara vía del progreso en su real sentido; pero como eso maneja racionalmente los impulsos y ordena las decisiones, choca contra las voluntades que buscan imponerse a toda costa para satisfacer sus caprichos y poner en práctica sus ocurrencias. Esto donde más se vive y se padece es en los campos de la política activa.
En estos días, la austeridad se ha ido volviendo una especie de figura incómoda porque el gasto va haciéndose sentir como un imperativo insoslayable. Gastar es hoy un vicio que parece la marca de los tiempos. Y es así en gran medida porque los liderazgos políticos lo que quieren es quedar bien con aquellos que los eligen y reeligen, que son los ciudadanos que votan. Cuidado, pues, con este peligroso desvío, que puede traer tantas calamidades.
El principal riesgo del gasto es que tiende a volverse adictivo, y cuando eso se da en los planos públicos se puede llegar con facilidad al colapso institucional, porque lo que no es propio se trata siempre con más ligera responsabilidad. En nuestro país no hay tradición de disciplina social y política, y es por eso que estamos más expuestos a caer en excesos y en vacíos depredadores.
La tentación del gasto tiende a hermanarse perversamente con las invitaciones institucionales a caer y persistir en él. Al ser así, las amenazas, pues, van siendo más y más destructivas, como podemos comprobarlo por todas partes, ya sea en las zonas más pudientes como en las áreas más necesitadas.
En El Salvador, la espiral del gasto público viene subiendo aceleradamente, y sobre todo desde que las demandas ciudadanas han tomado la delantera en el quehacer nacional. La gran pregunta es: ¿Cómo disciplinarse al respecto?
No hay que dejar a un lado dicha pregunta, porque de las respuestas sensatas depende que vayamos hacia arriba y no hacia abajo. Así de simple.
Y esta no es una encrucijada de la suerte sino un sano desempeño de la razón.
El principal peligro del gasto consiste en que es una constante tentación, y más aún cuando se conecta con el ansia de “quedar bien”, como es característica de aquellos regímenes políticos que le ponen énfasis a la aceptación popular.