¿Son necesarias las embajadas?
A l’ère d’une diplomatie américaine choc et sous l’emprise de twitter, les ambassades doivent se redéfinir.
Tom Fletcher, el chico malo del Foreign Office, un diplomático de la era digital que tuiteaba sus impresiones desde la cancillería británica en Beirut, acuñó el término 'embajador Ferrero Rocher' para definir a esa vieja estirpe de diplomáticos que el politólogo Philip Seib describe con sorna en su libro The Future of Diplomacy como “hombres caucásicos, elegantemente vestidos y de aspecto sabio y re- suelto”. Esa raza, en decadencia frente a un modelo emergente de negociadores flexibles, hiperconectados y de distintos orígenes culturales, económicos y étnicos, ha monopolizado desde tiempo inmemorial las relaciones internacionales. Eran la voz del Estado. De ellos dependía la influencia y prestigio de sus países. Incluso el destino de la humanidad, mediante los tratados que pergeñaban en la sombra. Un selecto club masculino, endogámico e intocable, que manejaba idiomas (cuando nadie lo hacía), procedía de la aristocracia del blasón y las finanzas, y jugaba al golf; su alma mater era Oxbridge, la ENA o la Ivy League; trabajaba a fuego lento (un poco menos desde que se inventó el telégrafo) y rara vez rendía cuentas: sus ascensos no se basaban en el mérito, sino en la antigüedad. En España ese club cuenta con 1000 miembros.
2. Las embajadas (elegantes palacetes de gusto afrancesado que ocultaban detrás del estuco su precariedad de medios) eran su escenario, y los canapés, su herramienta para construir redes y obtener información. Los diplomáticos eran unos espías de guante blanco que cifraban sus cables con buen gusto. Aunque, según la Convención de Viena (redactada en 1961 y que sigue regulando las relaciones diplomáticas), no espiaban, sino que “se enteraban por todos los medios lícitos de las condiciones y la evolución de los acontecimientos en el Estado receptor e informaban sobre ello a su Gobierno”. Más versallesco imposible.
3. En España su formación es un elogio al generalismo. Su raíz, jurídica, frente al ingreso basado en las entrevistas y el factor humano de las diplomacias británica o estadounidense, cuyos miembros llegan aprendidos desde las escuelas de Georgetown, Fletcher o Johns Hopkins (los tres templos de las relaciones internacionales que se agrupan, con otra veintena, en el exclusivo círculo Apsia). Aún hoy, de los 221 temas que hay que memorizar para aprobar la oposición a la carrera diplomática española, un tercio corresponde a Derecho. Y del resto, ninguno les enseña lo que es un algoritmo, cómo contrarrestar una fake news, realizar un análisis de inteligencia o gestionar big data. Los diplomáticos españoles saben algo de muchas cosas; son hábiles relaciones públicas, pero especialistas en nada. A no ser que un par de destinos consecutivos les haya colocado durante una década en África subsahariana o el Cono Sur y hayan decidido seguir ese camino. Durante siglos (al menos desde 1714), su vida ha estado sujeta a un patrón inamovible. Hasta el punto de no poder casarse sin el visto bueno del ministro, una norma que en teoría sigue vigente. Ante los periodistas practicaban el altivo ejercicio del no comment. Se sentían (y sienten) altos servidores del Estado (“aquí hay que sentir la camiseta”, afirma Ramón Gil-Casares, embajador-director de la Escuela Diplomática), no gestores, planificadores, coordinadores, vendedores ni comunicadores. El resultado de un país que durante décadas no se relacionó con nadie ni vendió nada. “Aún en los noventa España era el último exportador entre los grandes de la UE”, recuerda Jaime García-Legaz, ex secretario de Estado de Comercio y actual presidente de Aena, que engrasó la maquinaria de promoción económica en el exterior entre 2011 y 2016. “Durante décadas, la proyección de nuestras empresas no pintó nada en la acción exterior, hasta que la crisis de 2008 nos puso las pilas”. En ese mundo de anteayer, los diplomáticos rara vez descendían del olimpo. No tenían necesidad. Hasta que cayó el Muro.
4. Cualquier análisis sobre relaciones internacionales tiene su punto de partida en el derrumbe del bloque soviético. En 1990 concluyó el sosiego de la Guerra Fría. Y comenzó la incertidumbre. Las guerras se volvieron híbridas; el enemigo se organizó en redes nebulosas; el terrorismo sin fronteras sustituyó a los ejércitos uniformados; el nacionalismo, a los bloques; la
Cualquier análisis sobre relaciones internacionales tiene su punto de partida en el derrumbe del bloque soviético.
comunicación se hizo instantánea, democrática y manipulable; los mercados, globales e interdependientes; y una nueva serie de asuntos no estrictamente políticos comenzó a copar las agendas de los estadistas ante la auditoría en tiempo real de la opinión pública: desde el cambio climático hasta los éxodos; desde la escasez de agua hasta la expansión del sida. La separación exterior/interior se evaporó. Cualquier hecho que ocurría fuera afectaba dentro. Y viceversa. Una hambruna provocaba una migración. Los rumores positivos sobre un país atraían capitales, aumentaban las exportaciones y favorecían la expansión de sus empresas; los negativos, disparaban su prima de riesgo y ahuyentaban a los turistas. Y no hay que olvidar que en España el 65 % de los ingresos del Ibex 35 se genera en el exterior y que en 2016 llegaron a su territorio 75 millones de visitantes.
5. Con el nacimiento de la aldea global el ciudadano tenía información directa y automática (aunque escasamente cribada, evaluada y contrastada) sobre lo que ocurría en el mundo. Y respondía, criticaba y opinaba. E influía en la política exterior/interior no solo a través de su voto cada cuatro años, sino tecleando a diario en Facebook y Twitter. Hoy, por medio de esta red social se lanzan cada día 500 millones de mensajes. Muchos afectan a la política exterior, durante siglos monopolio del monarca y su cuerpo diplomático.
6. En ese planeta sin fronteras también han aparecido nuevos players, públicos, privados y mixtos. Ya no son solo los Estados; ni las organizaciones supranacionales; han saltado sin aviso al tablero de juego las ONG y las multinacionales; las fundaciones, universidades, think tanks, lobbies y las embajadas de las comunidades autónomas y las grandes ciudades. Todas con su agenda. Y más presupuesto que los Estados. Y estos han comenzado a preguntarse qué hacer con su vieja diplomacia. Dónde la reclutan y entrenan. Incluso si tienen sentido las embajadas en la era de la información o si, ante una crisis, se puede constituir una situation room digital sin gastarse un euro. Preguntas que siguen en el aire. Y nadie parece capaz de contestar. En Reino Unido se está incidiendo en la diversidad de orígenes y formación de los diplomáticos y fortaleciendo su trabajo en equipo; y en Francia, en una fórmula integrada de diplomacia económica, pero ningún país está dispuesto a renunciar a sus misiones diplomáticas (España cuenta con 128), ni siquiera tras el nacimiento del Servicio Europeo de Acción Exterior (SEAE), que podría haber servido de franquicia diplomática en muchos países. Estar en las grandes capitales es una cuestión de prestigio. Y, como explica Carlos Westendorp, diplomático, exministro de Exteriores y exembajador en Washington, “de confianza”. “El elemento clave de la diplomacia es conseguir la intimidad del otro, y eso no lo logra un robot. Como diplomático, una vez que tienes claros cuáles son los intereses que debes defender, tienes que escuchar, empatizar y convencer al otro. Más allá de las instrucciones que te haya dado tu ministro. Y eso es cada vez más palpable en los asuntos económicos, que es donde realmente negocias hoy: en los acuerdos de pesca y agricultura, en el reparto de fondos comunitarios. Lo económico es todo. Y ahí hablas cara a cara. ¿Sabe a qué se dedica en realidad un embajador?”. Ni idea… A hacer amigos. Las embajadas son de bodas y bautizos, pero también tu tarjeta de visita.
AHÍ CONSTRUYES EL NETWORKING
7. Para Bernardino León, diplomático, ex secretario general de la Presidencia del Gobierno, exenviado de la ONU en Libia y presidente de la Emirates Diplomatic Academy, “nadie sabe a qué modelo de mundo vamos”. “En las próximas décadas incluso va a ser más complicado. Vivimos en un planeta desestructurado, heterogéneo, multipolar, conflictivo, sin recursos y en mitad de un choque de culturas. Y hace falta una diplomacia que responda a esos desafíos, al cambio climático, a las migraciones, y que no sea rígida, desfasada, de salón. Debe ser una diplomacia de competencias. Un diplomático no necesita saber cientos de artículos de derecho, sino reaccionar ante situaciones concretas. Y correr riesgos”.