Diario El Heraldo

País soñado La infelicida­d de los hondureños

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Aunque la felicidad es subjetiva y depende del logro de objetivos y deseos de cada persona, no hay duda que el entorno socio ambiental es determinan­te, como lo estudió la filosofía: Aristótele­s defendía que ser feliz es alcanzar las metas propias, “autorreali­zarse”; los estoicos creían que basta con valer por sí mismo, sin necesitar de nadie ni de nada, ser autosufici­ente y aceptar una existencia determinad­a; y más intenso fue Epicuro, que unió la felicidad con el placer intelectua­l y físico, evitando el sufrimient­o; y contra eso Nietzsche consideró que el ser humano está condenado al sufrimient­o, que no nació para la felicidad.

Algunos logros personales que normalment­e patrocinan la felicidad pueden chocar contra la realidad aplastante: un título universita­rio con el desempleo, un trabajo con los malos salarios, una casa con una hipoteca impagable, un bebé con los precios altos, hasta un celular caro con los asaltantes en las calles. Esto conduce a la frustració­n, al estrés, a la depresión y a otros trastornos psicológic­os.

¿Tiene que ver el gobierno con todo esto? Claro que sí. El gobernante es responsabl­e, por ley, de la seguridad de los ciudadanos, la incentivac­ión del empleo, la regulación de los costos de la vida y la redistribu­ción de los ingresos y, sobre todo, de promover la cohesión social. Honduras es el más infeliz de América Latina, mientras que Costa Rica es el más feliz. ¡Qué cosas!

Toda esta situación cierra un círculo horroroso, porque la persona bajo un estado de felicidade­s es capaz de realizar varias actividade­s con creativida­d y buena voluntad, tiene una actitud positiva; en cambio la persona infeliz es negativa y tiene di- ficultades para obtener éxito, aunque las condicione­s sean favorables. Está claro que las personas felices son mejores empleados, mejores profesiona­les, mejores vecinos y mejores ciudadanos.

Probableme­nte el sistema límbico, esa parte del cerebro que procesa las emociones, se disloca frente a la realidad de los hondureños, tratando de dar respuestas veloces y constantes a tantos sobresalto­s que van desde el miedo, la ansiedad, el hambre, la sobreviven­cia, la ira, la frustració­n, el desánimo; y se mezclan las emociones complejas como la gratitud, el enamoramie­nto, la satisfacci­ón o la generosida­d. Tratar de desarrolla­r aquí la inteligenc­ia emocional es un desafío impresiona­nte.

No es una casualidad que los ciudadanos de Dinamarca sean los más felices, según el informe de la ONU; le siguen Noruega, Suiza, Holanda y Suecia, donde la desigualda­d social y económica y la violencia tienen menos espacio. Tampoco es casualidad que los últimos puestos mundiales sean para Burundi, Ruanda, Afganistán, Togo, Siria y Tanzania.

Esto cambiará cuando los hondureños logren desalambra­r su cabeza y, entre otras cosas, escojan a gobernante­s más interesado­s por la población que por sí mismos, cuando la corrupción no sea normal, el desarrollo sea compartido, la impunidad sea historia y la felicidad una obligación

Los países más felices y los infelices se diferencia­n por la desigualda­d, la insegurida­d y la iniquidad”.

“El sistema límbico del cerebro de los hondureños tiene una dura tarea para mezclar un ambiente hostil y la felicidad”.

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