El Estado Islámico y las reformas penales
Una humilde madre y su hijo decapitados –al propio estilo de los zetas mexicanoses el último suceso violento que registran los medios. Solo faltó que colgaran los cuerpos sin cabeza en un puente. Todos los días abre las páginas de los periódicos, enciende la tele o la radio, y la historia se repite: muertos y más muertos. Estamos en guerra. No una guerra convencional. Estamos en guerra contra nuestro propio “Talibán”, nuestro propio “Estado Islámico”, nuestras propias “FARC”, nuestras “Brigadas Rojas”: La delincuencia y su engendro del mal: Las pandillas.
Primero eran 20 muertos diarios. La cifra ahora ha bajado a 14. En proporción son las mismas estadísticas que se manejan en los conflictos de Siria, Irak y Afganistán y no se necesita ser un erudito en criminología o en ciencias policiales para darse cuenta que Honduras –al igual que El Salvador y Guatemala- ya ha perdido la guerra contra la delincuencia.
No darse cuenta de eso, es vivir en la luna. Bien dice el dicho que no hay peor ciego que el que no quiere ver ni peor sordo que el que no quiere oír.
Y ahora, como para darle el tiro de gracia a la pobre gente –a las víctimas de la violencia encarnizada– la oposición enfrascada en una guerra mediática con quienes tienen la responsabilidad de gobernar. La causa: Las reformas penales.
En París, la cuna de la cultura mundial, un atentado del Estado Islámico bastó para que el presidente socialista, Francois Hollande, sacara toda la gendarmería a las calles y lo mismo ha pasado en Bruselas, Berlín, Estocolmo y ahora en Quebec.
"Cada nación libra su propia guerra y cada Estado está en la obligación de enfrentar a sus enemigos".
Cada nación libra su propia guerra y cada Estado está en la obligación, ineludible, de enfrentar a sus enemigos con todas sus fuerzas, no importa si son humanos, alienígenas, robots, orates religiosos, guerrillas o, en el caso nuestro, crimen organizado y pandillas.
O prefieren que nos arrodillemos ante el crimen. O nos crucemos de brazos. Lo más fácil es no hacer nada.
Entonces, mejor vayámonos todos de Honduras. Sigamos la ruta de los tantos que ya se fueron huyendo de la violencia y la falta de trabajo y, el último que salga, que eche candado y apague la luz