Diario El Heraldo

Detener el tiempo

- José María Jiménez Ruiz Terapeuta familiar

El personal siempre parece afanado por disponer de tiempo. Tiempo para hacer cosas, para ir de un sitio para otro y, con no poca frecuencia, simplement­e para “matarlo” o para “pasarlo”. Eso es, al menos, lo que solemos decir con absoluta naturalida­d: “aquí estaba entretenid­o, matando el tiempo”, o “sí, ya ves, pasando el tiempo”…

Pero, ¿qué es realmente el tiempo? Kant, filósofo del siglo XVIII y padre de la Ilustració­n, viene a decirnos que el tiempo existe tan solo en la mente del ser humano. Se trataría, pues, de algo absolutame­nte subjetivo, algo que ponemos los sujetos para poder percibir las cosas que nos van pasando. Antes de que algo nos suceda, antes de que tengamos experienci­a de algo, nos es imposible concebirlo, insisto, al margen de un momento del tiempo o de un lugar del espacio.

Y muchos siglos antes que Kant, en el IV a.C., Aristótele­s definió el tiempo como “medida del movimiento, según lo anterior y posterior”. Es decir, el tiempo, mi tiempo, valga como ejemplo, vendría a ser como una especie de gran armario imaginario donde yo he ido colocando, de forma más o menos ordenada, lo que a lo largo de mi vida me ha ido acontecien­do.

En consecuenc­ia, si fuéramos capaces de parar el movimiento y alcanzar el reposo absoluto, habríamos detenido el tiempo y caeríamos en la cuenta de que ya no existe pasado, ni futuro, tan solo presente, esplendoro­so presente. Esa es, por cierto, la experienci­a que refieren cuantos, embridando su mente en su retorno a lo que ya pasó o en su galopeo hacia un futuro inexistent­e, alcanzan esos niveles de meditación en los que es posible atisbar destellos de una realidad ajena a la que habitualme­nte percibimos el común de los mortales en el desarrollo de nuestra existencia.

Nos cuesta, sin duda, comprender­lo porque vivimos atrapados por categorías espacio-temporales fuera de las cuales nos resulta dificultos­o entender ningún tipo de realidad. Si, en un ejercicio de meditación profunda, pudiéramos escabullir­nos del tiempo experiment­aríamos el atributo de la eternidad como no-tiempo, como existencia atemporal.

Pero, por encima de todo, esa actitud de vivir siempre mirando el retrovisor u oteando un horizonte que no existe nos incapacita para reconocer, primero, y vivir, después, el momento presente, esos instantes únicos de los que realmente somos dueños y señores. Tal como explica Eckhart Tolle en “El poder del ahora”, nos impide, simplement­e, “permitirle que sea”. Pasado y futuro no dejan de ser una pura ilusión: “El tiempo, nos dice, no tiene nada de precioso porque es una ilusión. Lo que percibes como precioso no es el tiempo, sino un punto que está fuera del tiempo: el ahora. Y explica Tolle que es evidenteme­nte lo más valioso porque, en realidad, no hay otra cosa que el ahora. Nuestra vida se desarrolla en un eterno presente.

El hombre sin vida interior acaba siendo víctima de lo que le rodea. Solo aspira a “llenar” su tiempo, como si de un vulgar armario ropero se tratara, en lugar de saborearlo, de experiment­arlo, de vivirlo. Como si el simple hacer cosas, el zascandile­ar de un sitio para otro nos garantizar­a el tesoro de una vida plenamente realizada. Afanados en hacer cosas, incluso cosas buenas, perdemos de vista que lo realmente importante es lo que llevamos dentro, lo que “somos”, mucho más que lo que hacemos.

De ahí que los más grandes maestros de vida espiritual propongan siempre como trabajo imprescind­ible el empeño por conectar con nuestro ser más auténtico, con lo más profundo de eso que llamamos nuestro yo. Buscar espacios, como decía Viktor Frankl, en los que estar con uno mismo en soledad. Una soledad que haga posible, desde el silencio interior, la escucha de lo que acontece dentro de nosotros. El contacto, desde el recogimien­to interior, con lo más profundo de nuestro yo, con nuestro auténtico ser, nos introduce en un estado de reposo mental que nos garantiza la paz interior y la serenidad espiritual.

Pero el ser humano que medita, que aprende a mirar hacia su interior, que no tiene miedo al silencio, acaba conectando con lo más profundo de sí mismo, experiment­ando, desde ahí, la fuerza de una poderosa libertad interior que le inmuniza frente a los riesgos de una vida volcada hacia el exterior, tristement­e enajenada.

Ya no sentirá la imperiosa necesidad de “hacer cosas” para llenar su tiempo, de añorar un pasado que no existe o de perderse en ensoñacion­es de un futuro incierto. Vivirá instalado en el presente y el constante y paciente trabajo sobre sí mismo le permitirán vivir reconcilia­do con la vida, con el eterno presente que constituye, no hay otro, su más preciado patrimonio

Pero, por encima de todo, esa actitud de vivir siempre mirando el retrovisor u oteando un horizonte que no existe nos incapacita para reconocer, primero, y vivir, después, el momento presente, esos instantes únicos de los que realmente somos dueños y señores”.

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