InvItado La banalización de la violencia en Honduras
de no caer en la banalidad de ideologizar o caricaturizar las acciones arbitrarias y desmedidas que devienen del ejercicio del poder de quienes nos gobiernan. Resistir o colaborar con un Estado amoral puede marcar la diferencia entre socavar o mantener la autonomía de nuestra conciencia.
Ser conscientes de las causas de la violencia que impera en Honduras nos debe permitir hacer juicios de valor y señalar, sin atisbo de dudas, al verdadero responsable que inflige tanto dolor y sufrimiento. La conciencia nos permite conocer nuestro estado moral, pero también nos permite un espacio de reflexión para entender nuestro entorno inmediato. Actuar en conciencia es actuar libremente, de manera reflexiva y en consonancia con nuestro estado moral y ético. ¿Pero qué pasa cuando dicha conciencia emerge de un falso estado de libertad? El estado de libertad en democracia no deja de ser toda suerte de libertades que fortalecen la eticidad y la moralidad de nuestra condición humana. La libertad de poder expresar lo que se piensa sin temor a que el derecho a la vida sea violentado, la libertad de información, la libertad de poder participar en la toma de decisiones políticas que conciernen al destino de nuestra vida. La falta de libertad hace que el estado moral de la conciencia del individuo se nutra de las más bajas y abyectas pasiones de la irracionalidad humana.
¿Podemos afirmar que el Estado hondureño permite que sus ciudadanos construyan su conciencia con plenas garantías de libertad? Antes habría que apuntar otra interrogante de si el Estado hondureño es un Estado benévolo o autoritario. En respuesta a esta última cuestión, podemos afirmar que desde su fundación hasta la actualidad en Honduras han anidado las diferentes formas desviadas de la democracia. Los inquilinos que han detentado el poder en el nicho estatal han sido desde terratenientes, militares y empresarios, arropados por una administración hartamente burocratizada, cuyos puestos de trabajo han servido al gobierno de turno como moneda de pago a sus fieles e incondicionales seguidores. Por lo tanto, la sociedad hondureña se ve obligada a seguir los designios de un Estado sordo y sin frenos que dice a la sociedad cómo comportarse a través de unas leyes de seguridad represivas. En este sentido podemos afirmar que la ciudadanía hondureña carece de las garantías necesarias para ejercer su libertad y, por tanto, al estar sometida
por un Estado que no tiene autoridad moral, la conciencia que emana de la ciudadanía es una conciencia precarizada.
Podría resultar un tanto reduccionista afirmar que el Estado de Honduras carece de autoridad moral, o que la ciudadanía posee una conciencia precarizada. Pero en uno de los países donde son asesinadas un promedio de 14 personas diariamente y posee uno de los índices de corrupción más elevados de la región, es fácil caer en el inane círculo de violencia que deshumaniza y sume a la sociedad en un constante estado de beligerancia.
Banalizar la violencia nos lleva muchas veces a señalar como la encarnación del mal a individuos pusilánimes cuya brutalidad es en buena medida producto de un Estado criminal.
El autoritarismo estatal en Honduras cada día parece más insoslayable para una sociedad que apenas goza de unas garantías de libertad. En la actualidad se vive la herencia de unas políticas de seguridad basadas en la mano dura policial, el endurecimiento de las penas carcelarias y la militarización del país, sin apenas opción al desarrollo de políticas de seguridad preventiva. Pero el recrudecimiento de este estado de conmoción permanente en el que vive la sociedad hondureña viene de la mano del actual gobierno del presidente Juan Orlando Hernández. Impuesta una Policía Militar con mando directo del ejecutivo (típica de regímenes dictatoriales), ahora se pretende decretar que las maras sean consideradas grupos terroristas a imitación del gobierno de El Salvador, lo que supondría un craso error ya que daría carta blanca al actual gobierno para realizar todo tipo de transgresiones a la ya maltrecha institucionalidad del país. Prueba de ello es, por ejemplo, el interés del presidente JOH de perpetuarse en el poder a través de la recién aprobada e inconstitucional reelección, y como colofón a las aviesas pretensiones del gobierno, este ha propuesto que se apruebe un compendio de reformas que fortalecerían las políticas de seguridad, entre las que cabe destacar la aberrante propuesta de decretar las manifestaciones civiles como actos de terrorismo.
El discurso del Estado de combatir la violencia con violencia no puede ser compartido por la sociedad civil, pues está claro que es contrario a la vigencia de los Derechos Humanos. Es necesario que la ciudadanía se distancie de este perverso discurso y se esfuerce en construir un Estado de derecho respetuoso de las libertades y que pueda otorgar soluciones propias de un Estado benevolente.
La sociedad hondureña debe iniciar una pugna emancipadora, encaminada a despojar los mitos del conservadurismo dogmático impuesto por la cínica moralidad de quienes han transformado el Estado en una maquinaria de represión
Banalizar la violencia nos lleva muchas veces a señalar como la encarnación del mal a individuos pusilánimes cuya brutalidad es en buena medida producto de un Estado criminal”.