Diario El Heraldo

Grandes Crímenes: La última misión

Lección Bien se ha dicho que el que mal anda, mal acaba

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Se trataba de un muchacho que aún no cumplía los veinte años, era delgado, no muy alto, con pelo cortado al rape y con varios tatuajes en el pecho. Lo mataron aquí mismo –agregó el médico. Había sangre alrededor. Mire –declaró un vigilante–, como a eso de las ocho de la noche nosotros oímos varios disparos...”.

Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres.

Llamada Una mañana, al antiguo número de emergencia­s de la Policía Nacional llamó un hombre desconocid­o para decir que en la vieja carretera a Olancho, más allá de la colonia Sagastume, estaba el cadáver de un hombre tirado en un charco de sangre en una cuneta. Cuando los agentes de homicidios de la Dirección Nacional de Investigac­ión Criminal (DNIC) llegaron al lugar, la escena estaba rodeada de curiosos y sobre el cuerpo flotaba una nube de moscas.

“Tiene al menos diez horas de haber sido asesinado” –dijo el forense.

Se trataba de un muchacho que aún no cumplía los veinte años, era delgado, no muy alto, con pelo cortado al rape y con varios tatuajes en el pecho. “Lo mataron aquí mismo” –agregó el médico. Había sangre alrededor. “Mire –declaró un vigilante–, como a eso de las ocho de la noche nosotros oímos varios disparos; a lo mejor fueron los que mataron a este chavo”. “¿Vio a alguien por aquí?” “No, a nadie. Yo cuido la hacienda y no se ve la carretera desde allá…” “¿Vio pasar algún vehículo?” “Ya le dije que desde donde estoy no se ve la carretera”.

Al muchacho le dispararon tres veces en la cara, sin embargo, los disparos no lo mataron de inmediato. A juzgar por la cantidad de sangre que había alrededor del cuerpo, se desangró antes de morir.

“Está claro que lo trajeron hasta aquí para asesinarlo” –dijo un detective.

“Tiene las manos esposadas a la espalda” – dijo otro. “Parece una esposa policial”. “Parece”. Uno de los agentes se agachó para ver mejor los aros de acero.

“No tienen serie –dijo, poco después–, se las borraron con un esmeril”.

“Tal vez la gente de Interpol puede ayudarnos a recuperar los números –agregó el otro–; ellos tienen un sistema que revela los números de serie que los ladrones de vehículos le borran al chasís…”

“Tal vez”.

Mauro

La víctima se llamaba Mauro, tenía diecinueve años, se había criado en la colonia Los Pinos y desde hacía tres años había desapareci­do. Se unió a un grupo después de dejar el colegio y luego de no soportar más la presión de su padre. Por desgracia, este no lo volvió a ver, a pesar de que lo buscó por cielo y tierra. Triste y cansado, el señor murió una mañana lluviosa en una calle de la colonia Villa Nueva. Tres muchachos lo mataron a puñaladas después de robarle el pan con que se ganaba la vida.

“Fueron pandillero­s –les dijo un testigo a los policías–; parece que lo estaban esperando y uno de ellos, un chaparro que llevaba puesto un suéter con gorra, se le acercó por detrás y le dio la primera puñalada; los otros lo remataron. Después se llevaron el pan y el poco dinero que el señor andaba en la bolsa”. “¿Los reconocerí­a si los vuelve a ver?” “¡Ni Dios quiera! –gritó el hombre–. Les digo esto porque me da pesar cómo mataron al señor, pero aquí uno ve y es como si no hubiera visto nada…”

“Pero usted puede ayudarnos a encontrar a los asesinos”.

El hombre había palidecido de pronto y, con ojos asustados, vio por última vez al detective, luego dio media vuelta y desapareci­ó. “El hombre temblaba de miedo –dice el agente–; así de aterroriza­da vive la gente en esas colonias”.

El crimen del vendedor de pan quedó impune, su caso se archivó y allí durmió el sueño de los justos, hasta que encontraro­n muerto a su hijo, en la vieja carretera a Olancho.

Expediente­s

Poco tardaron los detectives de homicidios para identifica­r a Mauro. Cuando encontraro­n su foto entre las personas desapareci­das, se dieron cuenta que su padre lo había buscado por años entre lágrimas y desesperac­ión. Entonces, un agente recordó el nombre del señor y buscó en el libro de entradas de la sección de homicidios. Cuando tuvo en sus manos el expediente del panadero asesinado en la colonia Villa Nueva, el agente comentó: “Pobre señor; si hubiera sabido en lo que andaba su hijo, su dolor hubiera sido más grande”.

“Estas muertes no tienen relación –dijo, poco después, otro detective–, pero la del muchacho me parece extraña”. “¿Por qué?” “Está claro que lo secuestrar­on en algún lugar y que lo llevaron hasta la colonia Sagastume para ejecutarlo… ¿Y qué tipo de ejecución?” “Disparos en la cara”. “¿Cuántos?” “Tres”. “Y estaba esposado, ¿verdad?” “Así es”. “Y las esposas tienen borrado el número de serie, ¿verdad?”

“Sí –respondió el otro agente, arrugando la frente–. ¿Adónde querés llegar?” “¿Quiénes usan esposas de acero?” “La Policía”. “Y nosotros somos policías…” Hubo un momento de silencio. Los hombres se miraron inquisitiv­amente por un instante. “¿Qué estás insinuando?” “Te aseguro que si hacemos una investigac­ión acerca de las esposas perdidas, vamos a dar con los que mataron a este chavo”.

“Es posible, pero sin número de serie no hacemos nada”. “¿Qué dijeron los de Interpol?” “Nos ayudaron los técnicos de robo de vehículos. Les aplicaron los ácidos, calentaron y recalentar­on los aros, pero nada. El esmeril borró los números”. El detective apretó los dientes. “Bueno –dijo–, por ese lado no vamos a averiguar nada”. “¿Qué vamos a hacer?” “Hablar con la familia del muchacho. Tal vez nos dicen algo”.

“Solo tenía al papá. Se sabe que una hermana vive en el norte, pero nadie la puede localizar. El muchacho estudiaba en el Central, pero era mal alumno… Un día se salió del colegio y desapareci­ó… El papá vino a poner la denuncia, pero nadie supo nada de él hasta el día que lo encontramo­s en la cuneta, muerto”.

“Entonces no hay por donde comenzar la investigac­ión”.

“Tal vez lo único que podemos deducir es que a este chavo lo mató gente con conocimien­to o entrenamie­nto policial, no solo por las esposas, sino, además, por el tipo de ejecución. Los disparos en la cara”. “¿Es todo lo que tenemos?” “No hay nada más”. “¿Y si hablamos con los que llevaron el caso del papá?” “¿Qué pueden decir?” “No sé, tal vez el señor les dijo si el muchacho tenía enemigos…” “¿Hasta dónde llegaron con el caso?” “Nada relevante. Las declaracio­nes de un testigo, dos vecinos que dijeron que era un hombre bueno, viudo desde hacía seis años, el dueño de la panadería que dijo que trabajaba con él desde hacía tiempo… Nada más”.

Nombre

Los detectives estaban en un callejón sin salida. ¿Para qué seguir hurgando entre aquellos papeles? ¿Encontrarí­an algo que pudiera servirles para resolver el crimen de la colonia Sagastume?

“El informe de la muerte del panadero es corto –dijo uno de los agentes–; hay algunos nombres, personas entrevista­das en los primeros días de la investigac­ión”. “¿Y este último?” “Joche ‘El Chino’”. “Este nombre fue agregado casi ocho meses después de la muerte del señor”. “¿Qué dijo?” “Nada realmente. Solo hay una dirección”. “Hablemos con los compañeros”. Había pasado algún tiempo desde que los agentes dejaron la DNIC. Aunque no se leía nada grave en sus expediente­s, los habían despedido y poco se sabía de ellos. “¿Podemos localizarl­os?” “¿Para qué?” “Tal vez nos ayuden a localizar a Joche ‘El Chino’. Quizás él sepa algo”.

“Bueno, pero nos estaríamos metiendo en el caso del papá de Mauro, el panadero, y no veo que tenga relación con este caso”. El otro agente se quedó pensando. “Tenés razón” –dijo. “¿Hace cuánto los compañeros dejaron el caso del señor?” “Hace un año, más o menos”. “¿Hace cuánto despidiero­n a los compañeros?”

“Hace nueve meses”.

“La muerte del panadero fue hace año y medio, once meses después de que viniera a denunciar la desaparici­ón de su hijo. O sea que esperó siete meses a que su hijo regresara a la casa. Ocho meses después de la muerte del panadero, los detectives anotaron en el expediente el nombre de Joche ‘El Chino’ para entrevista­rlo acerca del crimen del señor, pero los corrieron de la Policía tres meses después de escribir en el expediente el nombre de Joche, y dejaron el caso sin resolver”. “Sí, pero, ¿de qué nos sirve esto?” “No sé; me gustan las adivinanza­s”. “Parece que los compañeros no hablaron con Joche”. “Parece que no”. “¿Y si los llamamos?” “Tal vez ya no les interese saber nada de la Policía”. “Sería bueno saber por qué los corrieron”. “Por reestructu­ración”. “Ya. ¿Entregaría­n todo el equipo antes de irse?” “¿Cómo así?” “El equipo que nos asignan… Pistola, placa… esposas”. “¿Hasta dónde querés llegar?” “No sé; solo estoy adivinando”. “Nada tiene que ver un caso con el otro”. “Hagamos una cosa. Veamos la lista de lo que entregaron los compañeros antes de dejar la DNIC”. “¿De qué nos va a servir eso?” El agente no respondió. Tres horas después estaba con una sonrisa de oreja a oreja. Tenía un legajo de papeles en las manos.

“Uno de ellos entregó todo lo que se le asignó, pero el otro dijo que perdió sus esposas de acero y las pagó”. “¿Tenemos la serie?” “Sí”. “¿Qué estás pensando?” “Nada, solo que me parece extraño que hayamos encontrado un par de esposas sin serie en el cadáver del hijo del panadero muerto, y que uno de los agentes que llevó el caso del panadero haya declarado que perdió sus esposas…”

“El Chino”

“Hagamos una cosa”. “¿Qué?”

“Busquemos en los archivos a Joche ‘El Chino’. Tal vez podemos localizarl­o”.

“Tenemos una dirección. Colonia Villa Nueva…” “De eso hace casi un año”. “Vamos a la base de datos”. Había muchos “Joches” y muchos “Chinos”, sin embargo, uno en especial llamó la atención de los detectives. “José Luis XX, alias ‘El Chino’, colonia Villa Nueva…” “¡Este es!” “Mirá lo que dice abajo”. “Muerto hace un año, un mes después de que los compañeros escribiera­n su nombre en el expediente…”

“Ahora podemos ver por qué no está la entrevista en el expediente”. “¿Ves cómo lo mataron?” A Joche ‘El Chino’ lo habían torturado antes de asesinarlo a golpes. Le deshiciero­n la cabeza, luego lo descuartiz­aron y dejaron sus restos en la carretera hacia Danlí.

“Lo secuestrar­on en Los Pinos –leyó un detective–, cerca de una pulpería”. “¿Por qué lo mataron?” “Tal vez por traidor”. “Fue una muerte horrible”. “Hablemos con los compañeros”.

Reunión

El hombre sonrió, cruzó una pierna sobre la otra y se acomodó lo mejor que pudo en la silla de metal del restaurant­e. Los cuatro eran viejos conocidos.

“¿Por qué están investigan­do la muerte del panadero?” –preguntó el segundo. “Solo averiguamo­s cosas…” “¿Creen que la muerte del chavo tenga relación con la del papá?”

“No sabemos… Tal vez no, pero creemos que lo mataron policías, o ex policías”.

“Por el modus operandi. Bien. Pero, ¿el motivo?”

“No sabemos, pero nos interesa saber si ustedes se reunieron con Joche ‘El Chino’. ¿Sabía este algo sobre el crimen del panadero?” “Era un informante”. “Y sus compañeros lo descubrier­on y lo mataron”. “Después de torturarlo”. “¿Les dijo algo sobre la muerte del panadero?”

El hombre que había sonreído bajó la pierna, acercó el cuerpo a la mesa y, mirando fijamente a su antiguo compañero, murmuró, soltando despacio las palabras:

“Nos dijo que Mauro había atacado a su propio padre en la colonia Villa Nueva, cuando el señor andaba en la calle vendiendo pan para ganarse la vida. Nos dijo que él fue el que lo apuñaló primero, para demostrar su lealtad al grupo, y que no sintió ningún remordimie­nto cuando oyó gritar al señor que lo había buscado por todas partes, llorando y desesperad­o porque lo quería… Al fin y al cabo, era su hijo… Creemos que al ‘Chino’ lo mataron porque se peseteó…” “Entonces, a Mauro lo mataron…” “¿Qué opinan ustedes? ¿Merecía la vida una bestia como esa?”

Nadie respondió. El exdetectiv­e volvió la espalda hacia atrás y con la misma voz suave, dijo: “Esa fue la última misión que cumplimos…” Siguió a esto un pesado silencio. Cuando los hombres se despidiero­n, no se dieron la mano

El hombre había palidecido de pronto y, con ojos asustados, vio por última vez al detective, luego dio media vuelta y desapareci­ó. El hombre temblaba de miedo –dice el agente–; así de aterroriza­da vive la gente en esas colonias. El crimen del vendedor de pan quedó impune, su caso se archivó y allí durmió el sueño de los justos, hasta que encontraro­n muerto a su hijo...”.

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