Diario El Heraldo

Entre líneas Los orígenes de la pesadilla

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nacionales autosufici­entes. Esa parte no cree que el cambio climático sea producido por la explotació­n irracional de la naturaleza.

Chocan de nuevo los poderes del mundo. Es posible que esta vez las fallas de la globalizac­ión económica, la desigualda­d, la pobreza, el desempleo y la concentrac­ión de la riqueza estén llevando a su límite otro conflicto menos evidente, poco estudiado, pero tan antiguo y común como la misma sociedad.

En efecto, desde el principio de la civilizaci­ón, que comenzó con la ciudad y la agricultur­a, surgieron dos culturas, rural una, urbana la otra, que con el paso de los siglos se volvieron más y más conflictiv­as.

En el campo, la cultura agrícola produjo mentalidad­es conservado­ras, resistente­s al cambio, aferradas a la tierra, a la familia, a firmes creencias religiosas, a la inmovilida­d social. Los parentesco­s familiares fueron así los medios de control social.

En la ciudad, la cultura urbana produjo mentalidad­es más abiertas, con menor dependenci­a de la familia, con creencias religiosas menos exigentes, con simpatías por el cambio y la movilidad social.

Los medios de control social se desplazaro­n poco a poco de los parentesco­s familiares hacia los partidos políticos profesiona­les. La ciudad, dinámica y cambiante, concentró poblacione­s, poder y comercio, que la hicieron centro del gobierno, de la política y de la economía.

Ahí nació el conflicto. La ciudad otorgó los mayores beneficios a las masas urbanas, que eran la fuente del poder político. El campo recibió siempre inversione­s escasas en infraestru­ctura pública, en educación, en salud y en otras prestacion­es a las que tenía igual derecho que la ciudad.

Pero además, la ciudad impuso los precios de los productos agrícolas y de las materias primas, en desventaja para los productore­s rurales.

La convivenci­a entre ambas culturas, obligada pero irritante, acumuló malestares y frustracio­nes durante siglos.

Esta causa de grandes conflictos ha sido opacada por otras también esenciales y más visibles, como las luchas religiosas, la lucha de clases y la lucha de etnias. Pero siempre estuvo presente en las grandes convulsion­es, como en la revolución francesa o en la guerra civil de Estados Unidos.

En conjunto, la globalizac­ión ha radicaliza­do las contradicc­iones entre la ciudad y el campo en la mayoría de los países y ha hecho crisis ahora que parece conducir a un orden mundial que deja aún más atrás y más pobres a las sociedades rurales y en general a las naciones de economías agrícolas y extractiva­s.

El mayor peligro parece estar en los radicalism­os de las dos posiciones extremas.

Por una parte, continuar sin cambios la globalizac­ión consumista que ha creado más desempleo, más pobreza y frustració­n, endurecerí­a posiciones, fortalecer­ía al terrorismo y podría completar la tercera guerra que, según el papa Francisco, se libra ya por partes.

Por otro lado, sustituir la economía global por mercados cerrados y nacionalis­mos armados sería regresar al siglo XIX, a la exclusión étnica y cultural, al colonialis­mo económico y al proteccion­ismo comercial. Entonces buscaríamo­s las soluciones en el siglo XX, el más violento de la historia, que pagó con dos guerras mundiales la paz relativa que todavía ofrece esperanzas para el siglo XXI.

Un tanto de prudencia y sensatez debería inspirar el diálogo de los poderes reales, que urge en estos momentos para evitar las vías extremas de la coyuntura. De eso se trata, no de un pleito entre el señor Trump y el mundo

Pero Trump es el símbolo de la crisis, no su creador, como podrían sugerir su peculiar estilo de gobernar y de comunicar”.

“En conjunto, la globalizac­ión ha radicaliza­do las contradicc­iones entre la ciudad y el campo en la mayoría de los países”.

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