Con otra óptiCa Vendedores de humo
no se debía dudar pero, a la vez, no hacerlo implicaba el riesgo de descender a idiotez, alienación o demencia. La alienación, recuérdese, es la enfermedad del siglo XXI.
Tuve que ingresar a la Escuela Superior y ser discípulo de maestros intensamente analíticos –varios marxistas aunque no forzosamente ateos– y tuve que estudiar las ideas del siglo de las luces (XVIII), nombrado de la Ilustración, para diferenciar entre ser antirreligioso y anticlerical, coyuntura esta que iluministas como Francisco Morazán resolvieron pronto.
Vi que escasos filósofos de esa y posteriores décadas fueran ateos. La ciencia les permitió entender que hay fuerzas superiores a las que nominamos con diversos modos (leyes naturales, equilibrio del cosmos) pero a las que el hombre titula dios por no poder asumirlo de otra manera que con proyección humana (la Biblia inventa el ridículo de que Él nos hizo a su semejanza). Pero incluso la filosofía se hace allí tolerante. Donde no se soporta la estupidez es cuando vendedores de humo, estafadores de abstractos y fulanos carentes de sabiduría vienen a afirmarnos que hablan en nombre de dios, que lo traen en la boca, lo portan bajo el sobaco y lo reparten a su satisfacción.
Estudios posteriores –intensos, complejos, incluso dolorosos– me llevaron a saber que la mayor parte de la gente del mundo se aferra a dios sólo para resolver problemas mentales. Obsérvese, cuidado, que no dije crisis espirituales sino de mente y razón. Pues en efecto, Freud, Jung, tantos pensadores más probaron que la histeria teológica nace de invisibles necesidades psicofísicas, no de milagros.
Concebir a dios como supremamente ordenado me da orden, ayuda a superar mi caos interior, si bien eso nada tiene que ver con vírgenes, ángeles o diablos, a esos los crea mi volición (y de que se aprovechan curas y pastores, incentivándome). Asistir a cultos agitados, con discurso repetitivo e incluso de bailongo, auto acusaciones de culpa y rogaciones de perdón me sirve de terapia, descarga y libera mi conciencia enferma, prodúceme catarsis, que es cuando “siento” que dios me toca, obvio que en la imaginación.
Todo, empero, habita en mis fantasías, a dios lo modelo según mis ansiedades, no al revés. Los adictos a catarsis son como drogos: dependen de ella (oyen la radio pastoral cada minuto, cánticos tranquilizan y proporcionan estabilidad a mi confusión interior), me hace reír en el desespero, aliviana a la muerte o la suaviza. Dan perspectivas de futuro al mayor terror humano, que es la extinción… (“No morirás, hijo, mientras te transformes”, diezmo de por medio, desde luego).
Si mitad de Honduras se dice que es católica, y la otra mitad del protestantismo, ¿será deducible que pecamos todos de orates, dispersos y alucinados, que nos atacó la “enfermedad de dios”, la que es pisto para sacerdotes y pastores...? ¿Te liberarás algún día, país…?
Donde no se soporta la estupidez es cuando vendedores de humo, estafadores (...) vienen a afirmarnos que hablan en nombre de dios”.
“Los adictos a catarsis son como drogos: dependen de ella (...), me hace reír en el desespero, aliviana a la muerte o la suaviza”.