Adolescencia y vida bandida
Es probable que la mayoría de los hondureños hayamos estado una, dos, cinco o siete veces, frente a una pistola amenazante, un tembloroso cañón con su ojo de muerte, sostenido por un inexperto asaltante o un inescrupuloso criminal que pone nuestras vidas en suspenso por unos segundos para llevarse ¿qué? un devaluado teléfono celular.
La memoria archiva involuntariamente el trauma del asalto, mantiene viva la sensación de pánico, impotencia, rabia, y las ganas de que el teléfono robado tuviera un dispositivo que lo hiciera explotar a distancia en las manos del asaltante. Y están los que lo han pasado peor, que recibieron heridas o perdieron inconsolables a familiares en diferentes actos delincuenciales. Muchas de las desasosegadas víctimas aceptan que se dé otra vuelta de tuerca a la criminalidad, incluida la imputabilidad de los menores de edad.
Hace tiempo hablamos de bajar la edad punible en nuestro país, pero es una discusión aguzada, produce desencuentros, inquieta, entonces la postergamos. También levantan la mano los que están en contra y recuerdan que Honduras ha firmado varios compromisos internacionales, que es difícil renunciar a ellos sin entrar en conflictos con la ONU y con varios países cooperantes.
Además, otros recuerdan que Estados Unidos no le pide permiso a nadie para juzgar como adulto a un menor de edad que comete un crimen atroz; y que los ingleses imputan a los niños de diez años, y que hay 73 países en el mundo donde un adolescente puede ser condenado a cadena perpetua, a morir en prisión; o que los que se acercan a los 18 años pasan a tribunales penales ordinarios en Cuba, Filipinas, Jamaica, Hong Kong y Ucrania; o que Brasil, Argentina, Chile o India, ya trabajaron en sus legislaciones para penalizar criminalmente a los menores.
Desde hace décadas arrastramos una insostenible deuda social que ahora nos pasa factura: el descuido de los barrios, las familias, las personas; la calamidad económica, la crisis institucional, la deplorable educación y, sobre todo, la pérdida de los valores ciudadanos: pasaron de moda el respeto, la solidaridad, la responsabilidad, la honestidad ¡por favor! ¿Quién se acuerda de eso?
Para encerrar los vicios de la sociedad construimos las cárceles, armamos a los policías y aceramos las leyes; pero la criminalidad, es grave, se robusteció, sobrepasó todos los límites. Vivimos en un estado de barbarie, de crispación permanente, desesperante, angustioso; tanto que la población aceptaría casi cualquier medida urgente para borrar de inmediato esa amenaza mortal que acecha en los semáforos, en las aceras, en los callejones, en la salida de casa, o del trabajo, en cualquier parte, a cualquier hora.
Es obvio que el compromiso de reinserción social de los que cometen crímenes ha sido imposible en nuestro país; lejos de eso, los centro de detención juvenil y las cárceles para adultos son facultades del delito, no solo etiquetan a perpetuidad al acusado, sino que lo especializan en una vida delincuencial irrecuperable; por eso, cualquier decisión que se tome tiene que incluir medidas socioeducativas y restauradoras de la pena, porque de acuerdo a la psicología evolutiva, el menor infractor no ha tenido tiempo para adaptarse a las normas de la sociedad que habita, no quiere decir que sea incapaz de discernir y que no sea responsable de sus actos, pero no puede recibir solo castigo.
El gobierno abrió el debate y propone una comisión para que los sectores involucrados discutan el tema; lo que está claro es que, invariablemente, todo nos remite a descombrar una insultante desigualdad, promotora de la marginación, la pobreza, la criminalidad y la infelicidad
Muchas de las desasosegadas víctimas aceptan que se dé otra vuelta de tuerca a la criminalidad, incluida la imputabilidad de los menores de edad”.