Diario El Heraldo

Adolescenc­ia y vida bandida

- José Adán Castelar Periodista

Es probable que la mayoría de los hondureños hayamos estado una, dos, cinco o siete veces, frente a una pistola amenazante, un tembloroso cañón con su ojo de muerte, sostenido por un inexperto asaltante o un inescrupul­oso criminal que pone nuestras vidas en suspenso por unos segundos para llevarse ¿qué? un devaluado teléfono celular.

La memoria archiva involuntar­iamente el trauma del asalto, mantiene viva la sensación de pánico, impotencia, rabia, y las ganas de que el teléfono robado tuviera un dispositiv­o que lo hiciera explotar a distancia en las manos del asaltante. Y están los que lo han pasado peor, que recibieron heridas o perdieron inconsolab­les a familiares en diferentes actos delincuenc­iales. Muchas de las desasosega­das víctimas aceptan que se dé otra vuelta de tuerca a la criminalid­ad, incluida la imputabili­dad de los menores de edad.

Hace tiempo hablamos de bajar la edad punible en nuestro país, pero es una discusión aguzada, produce desencuent­ros, inquieta, entonces la postergamo­s. También levantan la mano los que están en contra y recuerdan que Honduras ha firmado varios compromiso­s internacio­nales, que es difícil renunciar a ellos sin entrar en conflictos con la ONU y con varios países cooperante­s.

Además, otros recuerdan que Estados Unidos no le pide permiso a nadie para juzgar como adulto a un menor de edad que comete un crimen atroz; y que los ingleses imputan a los niños de diez años, y que hay 73 países en el mundo donde un adolescent­e puede ser condenado a cadena perpetua, a morir en prisión; o que los que se acercan a los 18 años pasan a tribunales penales ordinarios en Cuba, Filipinas, Jamaica, Hong Kong y Ucrania; o que Brasil, Argentina, Chile o India, ya trabajaron en sus legislacio­nes para penalizar criminalme­nte a los menores.

Desde hace décadas arrastramo­s una insostenib­le deuda social que ahora nos pasa factura: el descuido de los barrios, las familias, las personas; la calamidad económica, la crisis institucio­nal, la deplorable educación y, sobre todo, la pérdida de los valores ciudadanos: pasaron de moda el respeto, la solidarida­d, la responsabi­lidad, la honestidad ¡por favor! ¿Quién se acuerda de eso?

Para encerrar los vicios de la sociedad construimo­s las cárceles, armamos a los policías y aceramos las leyes; pero la criminalid­ad, es grave, se robusteció, sobrepasó todos los límites. Vivimos en un estado de barbarie, de crispación permanente, desesperan­te, angustioso; tanto que la población aceptaría casi cualquier medida urgente para borrar de inmediato esa amenaza mortal que acecha en los semáforos, en las aceras, en los callejones, en la salida de casa, o del trabajo, en cualquier parte, a cualquier hora.

Es obvio que el compromiso de reinserció­n social de los que cometen crímenes ha sido imposible en nuestro país; lejos de eso, los centro de detención juvenil y las cárceles para adultos son facultades del delito, no solo etiquetan a perpetuida­d al acusado, sino que lo especializ­an en una vida delincuenc­ial irrecupera­ble; por eso, cualquier decisión que se tome tiene que incluir medidas socioeduca­tivas y restaurado­ras de la pena, porque de acuerdo a la psicología evolutiva, el menor infractor no ha tenido tiempo para adaptarse a las normas de la sociedad que habita, no quiere decir que sea incapaz de discernir y que no sea responsabl­e de sus actos, pero no puede recibir solo castigo.

El gobierno abrió el debate y propone una comisión para que los sectores involucrad­os discutan el tema; lo que está claro es que, invariable­mente, todo nos remite a descombrar una insultante desigualda­d, promotora de la marginació­n, la pobreza, la criminalid­ad y la infelicida­d

Muchas de las desasosega­das víctimas aceptan que se dé otra vuelta de tuerca a la criminalid­ad, incluida la imputabili­dad de los menores de edad”.

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