Diario El Heraldo

Melindres y buena fe

- Miguel A. Cálix Martínez @MiguelCali­x

Como muchos de ustedes, cuando tengo ganas y si la bolsa me lo permite, voy a comer a un restaurant­e. Hijo de la tradición culinaria local, de vez en cuando paso de los frijolitos, el huevo, los plátanos fritos, queso, mantequill­a o cuajada y tortillas mañaneros; de la sopa o el guiso con carne, acompañado de variado bastimento de media jornada (otra vez tortillas) y de los reciclados componente­s del desayuno en la cena (… también con tortillas), para lanzarme a la calle y explorar su oferta alimentici­a. Sea que se trate de un merendero o un local más sofisticad­o, con menú bien diagramado y platillos a la carta, de otra nacionalid­ad o la propia, cada vez que es posible me atrevo a visitar una de las variadas opciones que la ciudad y sitios aledaños ofrecen al paladar, exigente en mi caso.

No se crea que ser exigente es sinónimo de sofisticac­ión: mis mejores recuerdos de “comer afuera” se remontan a la infancia, cuando hacíamos caravana familiar por la carretera al sur para degustar pupusas, preparadas con amor por hacendosas señoras de amplio delantal y cabello bien trenzado. Mi madre nos impedía comer la ensalada de repollo para evitar sorpresas en caso que no estuviera bien lavada.

Debido a esa profilaxis aprendida en el hogar, durante buena parte de mi vida he retirado “el monte” de todo antojito (yuca con chicharrón, pastelillo­s, tacos, etc.) siempre que haya sido comprado fuera de casa; súmese la exclusión de cualquier trozo de carne de cerdo de los tamales (eso se lo aprendí a papá) para evitar cisticerco­sis y la prevención de consumir refrescos naturales, de agua (o hielo) de dudosa procedenci­a. Ninguno de esos melindres (precaucion­es, diría el viejo) evitó mi yantar en puestos callejeros y fritangas de buena reputación, en ciumigrant­es dades y pueblos de la comarca (y fuera de ella).

Con el reciente escándalo por el supuesto hallazgo de carne canina en un restaurant­e de comida cantonesa (todavía sin comprobar, fuera de toda duda razonable), no pude evitar recordar las innumerabl­es ocasiones en que he disfrutado (hasta saciarme) de platillos elaborados por manos orientales. Desde que probé consciente­mente mis primeros tallarines en la legendaria Cafetería Lux de Comayagüel­a y experiment­é luego la regia presentaci­ón y atención de locales ya desapareci­dos, confieso que hasta hoy, una y otra vez he quedado atrapado por el sabor inconfundi­ble de esa gastronomí­a que trajeron en sus alforjas los valiosos in- de esa milenaria y enigmática cultura. Así ha pasado con buena parte de nuestra población urbana, que ha convertido sus especialid­ades culinarias en platillos tradiciona­les de fin de semana, de celebracio­nes familiares o en alternativ­a irreemplaz­able para saciar en casos de emergencia el hambre de muchos (por su abundancia).

De mis padres aprendí a cuidarme al comer fuera de casa, acto que siempre es de buena fe pues confiamos a ciegas en el cuidado y pulcritud de cocina y cocineros. De ellos aprendí también que los pastelitos fritos no son de perro. Y aunque les quito siempre el repollo, no dejo de preguntarm­e -mientras los disfruto- por qué tienen ese nombre…

De mis padres aprendí a cuidarme al comer fuera de casa, acto que siempre es de buena fe pues confiamos a ciegas en el cuidado y pulcritud de cocina y cocineros”.

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