País soñado Periodistas y la intelectualidad perdida
la mediocridad. ¿Entonces? Nada, como no hay hábito de lectura ni interés por el conocimiento se pierde la capacidad de pensamiento, de análisis crítico, de exigencia de cambios.
En principio el periodismo lo hacían los escritores, los poetas, la gente que sabía de letras y que leía incesantemente; artículos fabulosos del siglo XIX, antes de la industrialización de la prensa, firmados por Óscar Wilde, Jack London, Fiódor Dostoyevsky, Walt Whitman, José Martí o Rubén Darío, entre tantos; y el desbordamiento en el siglo XX con George Orwell, Ernest Hemingway, Graham Greene, César Vallejo, Gabriel García Márquez, Marguerite Higgins, Isabel Allende... en fin, no nos caben los nombres en todo el periódico; y si agregamos a los nuestros: Juan Ramón Molina, Froylán Turcios, Ramón Amaya Amador...
Hasta que se les ocurrió crear las primeras escuelas de periodismo para especializar los diarios, que ya se hacían poderosos con el siglo XX. El proceso fue lento, hasta los años cincuenta, cuando comienzan a considerarse las enseñanzas universitarias, técnicas periodísticas, pero con el contenido literario que había marcado la crónica y la noticia de entonces, porque todavía dominaba la información escrita y la diferencia entre escritor-periodista apenas se notaba. La radio era para musicalizar el día y pasar los deportes, algún boletín de último momento y ya. ¿La tele? Apenas se asomaba con programas de entretenimiento y los primeros intentos informativos, pero con la clara amenaza de invadir la existencia de todos.
Y así fue, la televisión pasó rápidamente a controlar las vidas privadas y la sociedad del espectáculo, como la llamó el filósofo francés Guy Debord, encontró un inmejorable vehículo y ahora todos quieren participar en esa distorsión “de ser en tener, y de tener en parecer”. De la tele se extendió a la radio, al periódico. Así que la fatuidad se apoderó de la información: es noticia cualquier cosa y cualquier persona; la calidad no importa; y cómo se escribe, tampoco; porque la imagen lo dice todo. Bajo este diseño la lectura es irrelevante; la cultura general, bisutería.
¿Qué dejó? Una pobreza intelectual inocultable que se derrama en redacciones poco creativas y predecibles; locuciones radiales fútiles y básicas; presentaciones televisivas insustanciales y a veces presumidas. En casi todos, un desdén indigno en el manejo de nuestro idioma y en la profundización de los temas, en las referencias históricas y en el conocimiento de las ciencias. Y como esto es un círculo, se la pasan entrevistando a funcionarios o políticos insípidos y superficiales, que dicen lo que se les ocurre impunemente. Siempre con sus rescatables excepciones.
El buen periodista tendrá invariablemente que ir a la lectura, a los libros, para que su aporte a la sociedad en la que le tocó vivir merezca la pena y que quepa en aquella frase que nos heredó García Márquez: “Aunque se sufra como un perro, no hay mejor oficio que el periodismo”
Como no hay hábito de lectura ni interés por el conocimiento se pierde la capacidad de pensamiento, de análisis crítico, de exigencia de cambios”.
“Así que la fatuidad se apoderó de la información: es noticia cualquier cosa y cualquier persona; la calidad no importa; y cómo se escribe, tampoco”.