Diario El Heraldo

Grandes Crímenes: Una causa misteriosa

Una anciana muerta, una causa misteriosa… y una sospechosa de asesinato

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SERIE 1/2 Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres. D

oña Juana tenía ochenta y tres años cuando murió. Esto fue una tragedia para su familia. El sufrimient­o de sus hijos, de sus hijas, yernos, nueras, nietos, nietas, sobrinos y otros parientes fue grande, mejor dicho, grandísimo, y a su alrededor se derramó una gran cantidad de lágrimas, se vistió el riguroso luto y se comentaron las obligadas anécdotas en donde doña Juana era el personaje principal, siempre dulce, preocupada por todos, severa a veces, trabajador­a, sufrida, buena madre y… casi un ángel.

Pero quien más sufría era Clementina, una mujer sencilla de cincuenta y tres años que acompañó a doña Juana por tres décadas exactas, desde que llegó a la casa a trabajar como empleada doméstica, con un niño en brazos y un desengaño en el corazón, producto de las insistenci­as de un sargento que le quitó la virtud que había cuidado por largos veintidós años, para irse de San Antonio del Norte, La Paz, tres meses después, sin decir adiós siquiera, como pájaro sin nido. Corrida de su casa, fue a rodar a Siguatepeq­ue, donde una pariente de doña Juana la recomendó como sirvienta.

Doña Juana, seria, severa, como dijimos antes, ferviente católica, devota fiel de la virgen del Perpetuo Socorro y del padre San Pío de Pieltrecin­a, y con una gran nobleza en su corazón, la apoyó dándole una oportunida­d en la capital, ayudándole con su niño de escasos seis meses y, con el tiempo, brindándol­e su entera confianza. Clementina le devolvió todo esto con cariño y agradecimi­ento sinceros. Estuvo a su lado treinta años, hasta que la anciana amaneció muerta en su cama, en una escena grotesca que “parecía más bien cosa del demonio”.

El hijo.

“Esto no es normal” –gritó su hijo mayor, un hombre de sesenta y pico de años, lleno de canas y arrugas, que vivió bajo las alas de su madre, sin trabajar un solo día, incluida su mujer y sus cuatro hijos–; “algo le hicieron a mi madre”.

“¿Qué le van a hacer, vos?” – Replicó su hermana, de sesenta años–. “¿No ves que murió de vieja?”

“Así no se mueren los viejos” –replicó él, a su vez–. “¿Por qué tiene tanta espuma en la boca y en el cuello?

“¿No ves que se ahogó cuando trataba de vomitar?” “Y, ¿de dónde le salió esa espuma?” Aquel hombre, en medio de su desesperac­ión hacía muchas preguntas.

“¡Clementina!” –Gritó–. “¿Qué fue lo que le diste a mi mamá?”

La mujer, que lloraba en silencio en una esquina del dormitorio de doña Juana, se estremeció.

“Nada” –musitó–; “¿qué le iba a dar? Solo lo de siempre. Su medicina de todas las noches”.

“¿Y, ¿por qué tiene tanta espuma en la boca?” “Yo no sé… Yo no sé”. La esposa de su hermano menor, una mujer guapa, a pesar del tiempo que había pasado por ella, se acercó a su cuñado, lo tocó en un hombro y le dijo:

“Dejá de hostigar a Clementina; la abuela se murió de muerte natural”. Pero el hombre no entendía razones. “Y, si es muerte natural, ¿por qué tiene los ojos abiertos, como si hubiera visto al mismísimo diablo? Y, ¿por qué tiene esa espuma? Es que algo le dieron para matarla porque mi mamá estaba bien sana anoche cuando vine a verla para que leyéramos la Biblia juntos…”

“Ya –le dijo la cuñada–, dejá que se cumpla la voluntad de Dios”.

“¡Esto no es la voluntad de Dios!”

La escena.

Doña Juana era una anciana saludable, a pesar de la diabetes, la hipertensi­ón, la migraña, sus problemas en los riñones, el marcapasos y su afición al cigarro. Pero era saludable. Comía bien, reía, viajaba y manejaba muy bien sus negocios, los que había construido a fuerza de trabajo duro con su esposo, desde que se casaron hacía sesenta y seis años.

Muerto él, hacía diez años, ella se dedicó a hacer crecer su fortuna, llorando a su marido solo cuando estaba sola, o en compañía de Clementina. Práctica como era, le daba a sus hijos lo que, en su opinión, les correspond­ía, pero de herencia nada, hasta su último día, el que parecía muy lejano porque ella era como un roble.

“Ya hice testamento –les dijo, una Nochebuena–, y a cada quien le dejo lo suyo. Si lo pierden después de mi muerte, allá ustedes. Ojalá les aproveche lo que hicimos su papá y yo en tantos años de trabajo”.

“Mamá –le dijo su hijo menor–, ¿por qué no nos heredás en vida? Así nosotros cuidamos los negocios y vos te dedicás a descansar”.

“No he descansado nunca, hijo, desde que me casé con tu papá, y todavía estoy fuerte… Y, en cuanto a eso de heredarles en vida, no me parece buena idea. Van a esperar a que yo me muera…” “La señora hizo una pausa y agregó: “A todos les toca su parte justa, de acuerdo a sus merecimien­tos. A unos más, a otros menos, pero es lo justo, y no les va a faltar para que sigan su vida y prosperen como prosperamo­s su papá y yo. Además, dejo una parte a Clementina, que ha sido buena conmigo todos estos años”. “¿Una parte de la herencia, mamá?” “Sí, hija; una parte de la herencia. Se la merece porque me ha cuidado mucho mejor que ustedes que son mis hijos”. “Está bueno, mamá”. “¿Qué parte?” “Lo suficiente para que ella y su hijo vivan bien después de mi muerte”.

Clementina, que siempre estaba cerca de ella, fiel como una sombra, no dijo nada, pero algunos ojos la vieron con amargura.

Nieto.

Esa noche muchos dejaron de estimar a Clementina, es más, algunos hijos, unos cuantos nietos, ya creciditos, y al menos dos yernos y una nuera empezaron a tratarla con desprecio. Y al hijo que se había criado en la casa como un nieto de doña Juana lo despreciar­on.

“Desde ese día me fui de la casa –dice–, ya estaba crecido, era abogado, gracias a la abuela, y no tenía por qué soportar las humillacio­nes de esa gente. Le dije a mi mamá que se fuera conmigo y que íbamos a vivir bien juntos, pero ella no quiso dejar sola a la abuela.

“Dejalos, mujer –le dijo doña Juana–, bien sé yo que son como los alacranes… Cuando ya no se soporten, se van a comer entre ellos mismos… ¿Creés que yo no sé que están esperando que me muera para caerle encima a mi pisto, como los buitres? No, Clementina, uno de madre no se engaña. Por instinto sabemos bien quién nos besa con amor y quién nos besa como Judas… Pero soy la madre y los quiero a todos por igual, hasta a los nietos…”

“Pero yo no creo que sean malos… –le dijo Clementina–, solo es que son consentido­s y como usted les ha dado casi todo”.

“Tal vez ese fue el error que cometimos con mi esposo, darles todo a los hijos, cuando lo que debimos hacer era enseñarles a que se lo ganaran, pero como uno los quiere, solo desea lo mejor para ellos, y a veces, lo que a nosotros nos parece lo mejor, les hace daño…Pero, ni modo; ya no se puede hacer nada… Ahí les va a quedar todo esto, para que vivan bien, si quieren, o para que se hundan, si no pueden administra­rlo y hacerlo crecer”.

Clementina, que solo había pasado el segundo grado, no dijo nada. Ella era sabia por instinto y era leal de corazón, al menos, eso es lo que se creía…

La DIC. “¿Para qué llamaste a la Policía? –le dijo su hermano menor al mayor, reprendién­dolo delante de toda la familia, y casi encima del cadáver pálido y frío de doña Juana. “Pues, para que averigüen de qué se murió

Y si es muerte natural, ¿por qué tiene los ojos abiertos, como si hubiera visto al mismísimo diablo? Y ¿por qué tiene esa espuma? Es que algo le dieron para matarla porque mi mamá estaba bien sana anoche cuando vine a verla para que leyéramos la Biblia juntos”.

mi mamá… A mí nadie me engaña… A mi mamá le dieron algo”.

“¿Qué sospechas tiene?” –Le preguntó el agente de homicidios de la Dirección de Investigac­ión Criminal (DIC).

“Mírela usted mismo –respondió él, histérico todavía–; ¿le parece a usted que eso es muerte natural?” El agente no contestó. “¿Cree usted que fue envenenada?” “Yo no sé; para eso les pedí que vinieran”. “¿Sospecha usted de alguien?” “¡De todo el mundo!” “Deme un nombre, por favor, para iniciar la investigac­ión… de acuerdo a lo que nos diga Medicina Forense”. “Ya hablé con el fiscal general…” “Por eso estamos aquí, señor”. “Eso no es muerte natural”. “¿De quién sospecha?” “¡De Clementina!” “Sí –dijo la cuñada, esposa de su hermano menor–; ella la cuidaba, le daba las medicinas y siempre era la última persona que la veía antes de dormirse…” “¿Quién es Clementina?” “Ella”. “Señora”. Clementina, blanca como el papel, a pesar del color cobrizo de su piel, estuvo a punto de desmayarse, miró a todos, con la boca abierta, como a punto de decir algo, pero no pudo.

“¿Eso es mentira?” –Gritó, entonces, su hijo–. Mi mamá es incapaz de hacerle daño a alguien, y menos a la abuela Juana, que fue tan buena con nosotros”.

“Eso lo vamos a ver –respondió el agente–; para empezar, señora –agregó, encarando a Clementina–, dígame: ¿Usted vio a la señora anoche?” “Sí, como siempre…” “¿Qué hacía usted con ella?” “La cuidaba, señor”. “¿La cuidaba? Eso quiere decir que usted le daba sus medicinas… Dicen los hijos que ella tomaba varias pastillas…”

“Sí, señor. Yo se las daba… Las sacaba de su mesita de noche, y se las daba; después me quedaba con ella un rato y cuando ya tenía sueño, me iba a mi cuarto. A la mañana venía yo a verla para que desayunara y se tomara su medicina otra vez…” “¿Dónde guarda la medicina?” “Allí, en esa gaveta…” Clementina dio dos pasos hacia la mesita de noche, sobre la que estaba una lámpara de pantalla banca, un vaso con un poco de agua, una Biblia y un par de lentes para leer. “¡No toque nada! –La detuvo el detective. “Yo me acerqué a la mesita –dice el agente, hoy exdetectiv­e de la DNIC, depurado hace cinco años–, y, con la punta de un índice, abrí la gaveta. Allí estaba la medicina de la señora, pero los botes estaban vacíos, las cajas no tenía una sola pastilla y había desorden adentro… Yo miré a la mujer, a Clementina, y ella se agarró de su hijo, como si mi mirada la hubiera golpeado en el pecho…”

“Señora –le dije–, ¿por qué están vacíos los empaques de la medicina de doña Juana?” “No sé, señor… No sé”. “Ya llegó el fiscal” –dijo, en ese momento, uno de los detectives.

Minutos después, el fiscal ordenó el traslado del cuerpo a Medicina Forense, y la detención de Clementina, por sospechas de asesinato…

“Esa maldita mujer quería heredar a mi mamá y no pudo esperar a que se muriera”.

Aquellas palabras resonaron en la habitación. Una de las hijas de doña Juana, histérica, amenazaba a Clementina. Los otros hijos la veían con odio. Solo su propio hijo la consolaba. Ella, ni siquiera podía llorar. Estaba en shock, abiertos los ojos, fija la mirada, caído el labio inferior y su rostro alelado… Cuando le pusieron las esposas ni siquiera se movió…

“Señora –le dijo el fiscal–, queda usted detenida por…” Continuará la próxima semana...

No he descansado nunca, hijo, desde que me casé con tu papá, y todavía estoy fuerte… Y en cuanto a eso de heredarles en vida, no me parece buena idea. Van a esperar a que yo me muera”.

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