Diario El Heraldo

Condena Mientras el pueblo venezolano huye por millones, Maduro canta “Despacito”. Despacito se hunde su mundo mientras crece el dolor de todo un pueblo que ya no puede más

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predecible es que el caos y la crisis se agudizarán cada día más mientras Maduro siga en el poder.

Si uno viaja a Buenos Aires, Lima, Santiago de Chile o a cualquier ciudad latinoamer­icana, la imagen es la misma en todas las ciudades: miles de venezolano­s pueblan las calles céntricas de estas urbes rebuscándo­se la vida, bien sea vendiendo arepas venezolana­s, ofreciéndo­te mil y una cosas o simplement­e vagando en busca de un destino mejor. Sálvese quien pueda de la Venezuela socialista, el país ya no da para más y el mejor camino es marcharse para siempre. Qué tristeza que la nación que antaño recibiera a millones de extranjero­s de todas las nacionalid­ades -pero especialme­nte italianos, españoles, portuguese­s y colombiano­s- hoy sea el mejor modelo de cómo conducir a un país al mayor colapso social, político y económico en el menor espacio de tiempo y con las políticas más erráticas en todos los aspectos jamás visto.

¿Y cómo ha sido posible llegar a este estado de cosas? Muy fácil: si interviene­s en la economía totalmente, imponiendo precios, cerrando los mercados, ahuyentand­o las inversione­s, establecie­ndo ficticios cambios de moneda y expropiand­o propiedade­s agrícolas e industrial­es, tal como hicieron los Chávez, Maduro y compañía, en muy poco tiempo la economía acaba colapsando, nadie ya invierte ni emprende en nada y la estructura económica se viene abajo. Las recetas del “socialismo del siglo XXI”, como llamaba Hugo Chávez a su fracasado recetario, ya habían sido puestas en marcha en la extinta Unión Soviética y en toda la Europa excomunist­a con los consabidos fracasos y los desastroso­s resultados que todo el mundo conoce sin necesidad de ser un avezado economista. Tan solo se salvaron de ese absoluto desastre, en cierta medida, países como Hungría y Yugoslavia, que mantuviero­n un sistema de economía mixta, en que el Estado conservaba casi todos los medios de producción, pero permitió algunas formas de economía privada en el comercio, el turismo y el campo, haciendo que en el sistema fluyeran los capitales y los productos al margen de los rígidos controles impuestos por el Estado. Pero, en definitiva, el sistema nunca funcionó bien y las autoridade­s comunistas de casi todas estas naciones lo sabían.

Chávez, como casi todos los líderes de la revolución bolivarian­a en el continente, entre los que destacan Evo Morales y Rafael Correa, llevados por su pulsión ideológica y su odio hacia las ideas políticas y conceptos ideológico­s que venían de Europa y los Estados Unidos, cometieron el pecado capital de desdeñar los modelos exitosos de la izquierda europea, como lo fueron el Estado de Bienestar de los países nórdicos, Alemania y el Reino Unido, y querer ver en la Cuba de los Castro el gran paraíso soñado, una suerte de El Dorado llamado a refundar en un legendario y mítico reino el socialismo cuartelero y militarist­a de la pareja dictadora cubana que arrasó y destruyó (quizá para siempre) a esa isla.

Maduro baila despacito

El resultado, como era lógico, era el de esperar: la destrucció­n total de la economía venezolana y la creación de un modelo político dictatoria­l, totalitari­o y ajeno absolutame­nte a la modernidad, al mundo de la lógica, la razón y el sentido común. Morales y Correa, al contrario que Chávez y Maduro, mantuviero­n la economía privada sin apenas intervenci­ones del Estado y no hicieron tantas estupidece­s, en general, con el manejo de sus economías, salvando a ambos países del colapso de sus sistemas.

Hoy, cuando vemos a esos miles de venezolano­s desesperad­os huyendo de sus país con apenas algunas de sus pertenenci­as, abandonand­o a la desesperad­a la patria que pudo ser y que quizá ya nunca será, podemos comprender la perversida­d que encierra una ideología funesta, pertubardo­ra en todos los órdenes y absolutame­nte fracasada en todos los lugares allá donde fue puesta en práctica. En nombre de estas ideas trasnochad­as, y con el fin de sentar cátedra para luchar contra el “imperio” y la “derecha parasitari­a”, ya con la ideología desdibujad­a y solamente con el anhelo de mantenerse en el poder, el régimen de Maduro trata de sobrevivir para salvar a una casta ajena e imperturba­ble al dolor de millones de venezolano­s.

Así, una vez caída la careta perversa y caricature­sca del “socialismo del siglo XXI” con el que pretendían salvar al mundo, tan solo ha quedado la mascarada que envuelve la cruda realidad de una narcodicta­dura salvaje, cruel y brutal en la que su máximo líder, el dictador Maduro, se va pareciendo más y más al Nerón de sus últimos días, caracteriz­ado por su extravagan­cia, sus patochadas y gusto por la tiranía. Mientras Caracas arde, consumida en el terror y en el horror de su propio régimen, Maduro baila como Nerón, grita como Hitler y gesticula como Mussolini. Es un vulgar patán de feria. Nada hay de grande en él salvo su delirio. Mientras el pueblo venezolano huye por millones, él canta “Despacito”. Despacito se hunde su mundo mientras crece el dolor de todo un pueblo que ya no puede más que huir porque su ira y dolor -inconmensu­rables ambos- ya se consumiero­n hace años

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Miles de venezolano­s abandonan su patria con apenas lo que pueden cargar para huir de la dictadura de Maduro.

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