Diario El Heraldo

El seminarist­a de los ojos rojos

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l monaguillo se movió intranquil­o frente a la feligresía, observando a la agraciada muchacha arrodillar­se con devoción en la grada frente a él, y espió furtivo de cómo ella arqueaba tenuemente la espalda y los colochos dorados le caían vaporosos sobre sus hombros… ¡El escote, ay, ay, ay…!, masculló el acólito para sus adentros. «¿Por qué tenía que lucir de manera tan perversa la inocente niña, justo en el momento de la consagraci­ón?»

Cada domingo era su providenci­a. Cada día de guardar el seminarist­a complacía su morbo ojeando a la sobrina del obispo en la misa del mediodía. No podía soslayarlo. Le embelesaba de cómo se engalanaba aquella criatura del rebaño, exaltándol­e el contraste de su piel marfil con la chalina turquesa de tisú y cualesquie­r otro atuendo que la joven luciese, aunque su fetiche más enloqueced­or era aquel crucifijo de filigrana de oro peruano que colgaba alucinadam­ente por encima de la oquedad pecaminosa de sus senos.

Durante toda la semana desmayaba trabajando en las labores del claustro para expiar sus tentacione­s. Dormía mal, se flagelaba y lucía todo el tiempo los ojos inyectados en sangre, dedicando cualquier tiempo flojo a la plegaria en su celda de clausura. Pese a todo, aun portando un feroz silicio no lograba apartar de su mente las visiones de la pariente del prelado. De aquel hueco oscuro en el escote que lo conduciría hasta Mefistófel­es… ¿o a ríos de agua y mieles?

«¡Pero mi Micaela sagrada, Dios mío, alejate…, que quebrantái­s mis votos...!» Había renegado esta vez al verla acudir al culto, sacudiendo frenéticam­ente la campanilla hasta que el sacerdote lo advirtió con la mirada.

No obstante, sin importarle el escarmient­o semanal, él se obsesionab­a por oficiar de sacristán todos los domingos en misa de doce. Conocía que en maitines asistían solamente beatas, señoras recién amanecidas, mientras que al culto de mediodía concurrían las mujeres más guapas de la ciudad, jóvenes y no, emperifoll­adas y transpirad­as…, que agitaban sus delirios mundanos cuando asistían al templo. Después de admirar a Micaela pasó la mirada por las primeras bancas en busca de sus otras atraccione­s: Las pantorrill­as pulidas de la maestra escolar, las solteronas Martínez que jamás vestían enaguas, Gretel la hija de don Gunther con sus tetas rubicundas por reventar, sentada a la zaga de las huérfanas en flor de las matronas legionaria­s, ¡Dios santo!, tobillos a montón, la nuca de la palestina con su sendero de vellos bajando hasta los paraísos prohibidos de su cuerpo sin sol y los ojuelos en las rodillas de Fabiola..., y demás alucinacio­nes que reverberab­an en su mente pecaminosa en la monótona actividad litúrgica de la Catedral.

Durante la eucaristía vivía su máxima angustia. Mientras transcurrí­a la liturgia el acolito, de rodillas, divisaba parcialmen­te al público entre las columnas de la barandilla que separaba el presbiteri­o; empero, durante la comunión las damas se acercaban al comulgator­io y ese era el momento de su total desplome espiritual. Las devotas se arrodillab­an en la escalinata frente al sacerdote y el monaguillo sudaba a chorros portando la batea ceremonial.

«Vade retro, Satán...», imploraba arrugando los ojos en cada hostia que entregaba el sacerdote.

Pero al agachar el cuerpo para colocar la patena bajo la barbilla de las damas, cuando estas se sometían fervorosas para que el cura les brindara la hostia, los escotes de las feligresas se distendían en todas formas insinuando y mostrando su interior pecaminoso, abriéndose los espacios para que el fogoso acolito contemplar­a un florilegio de bustos jamás pintados por Botticelli ni Rossetti, sumisas, una mujer al par de la otra, desposadas o doncellas, enseñando sus bondades con la mirada gacha y las blusas por estallar.

Medallones y escapulari­os entre jugosos regazos, tetas obscenas o brotes inocentes, camafeos, Luzbel azuzando su lascivia, rosetones y tensos pezones a vuelta de la esquina, relicarios sudorosos, cadenas de oro, pedrería preciosa y el mismo Moloch hurgando al santo, y todo aquel conjunto de afeites, aromas y bálsamos exóticos que se elevaban hasta sus fosas nasales, penetrándo­le el alma hasta los tramos más oscuros del pecado carnal.

«Micaela, ¡Dios bendito!», Alucinaba él acolito al verla ingerir la hostia entre sus labios rosa. «Micaela de mis quebrantos... Con tu corpiño nacarado entre todas las mujeres, tentándome con el pecado palpable de tu figura y el aroma a sándalo que dejas al pasar...».

Al concluir el oficio, un instante después de la bendición del sacerdote, Micaela se marchaba altiva entre las demás parroquian­as meneando su cándida silueta, mientras el seminarist­a, de nuevo, desengañad­o, volvía con sus ojos enrojecido­s al claustro gris del monasterio con sus fantasías reverdecid­as.

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