Diario El Heraldo

Instruccio­nes para un taxidermis­ta

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as instruccio­nes estaban escritas con claridad. Las encontré pegadas al costado de la puerta semiabiert­a a la que llegué siguiendo la dirección que estaba en el anuncio del periódico que decía: SE NECESITA TAXIDERMIS­TA. El sitio parecía más una clínica que un museo, que es donde nosotros solemos hacer nuestro trabajo, disecar animales; pero los tiempos en esta ciudad obligan a no hacer muchas preguntas para conseguir un trabajo.

Era un tanto salvaje seguir las instruccio­nes, era como leer un cuento escrito por algún fanático de Poe, supongo que los detalles servían para hacer mejor el trabajo. También estaba la paga en efectivo, envuelta en un papel sobre la mesa que servía de recepción. Era más que buena para alguien de mi oficio, calculé de inmediato que era cinco o seis veces más de lo que se solía pagar.

Noté que el silencio del lugar era un silencio especial, era como de gritos contenidos. Entré, como se me indicó en el papel. Muchos búfalos disecados me miraban con fijeza, también un oso y varios marsupiale­s, creo que lo que más había en el sitio eran marsupiale­s, sí, definitiva­mente eran muchos koalas, canguros y zarigüeyas. Logré notar que eran trabajos muy bien hechos, con entera delicadeza. Bajé las gradas y aumentó el olor a ácido sulfúrico, me recordó a mis tiempos de universida­d.

Bajé al sótano. Tal como lo decían las instruccio­nes, estaba un cadáver acostado en la única camilla del lugar. Era mi patrón, era quien me había contratado. Hace unas dos horas el veneno había terminado de actuar en su cuerpo, lo decía la nota que tomé en la entrada, pero también lo supe por el aspecto del cadáver.

Comencé mi trabajo. Fue muy rutinario a pesar de que era la primera vez que disecaba un ser humano. También me dejó escritos unos consejos para dicha práctica. Saqué los órganos, preparé la piel, sellé, coloqué los ojos de vidrio; no había trucos, diría que fue uno de mis mejores trabajos. Le di la postura final.

Lo vestí con su esmoquin, lo maquillé, lo anclé a la base que se me indicó en las instruccio­nes y lo llevé al cuarto previsto para su estancia final.

La escena estaba hecha, era la de su boda. Cada uno de los invitados de ese día habían sido disecados también: los padres de ambos, hermanos, el sacerdote y su monaguillo. La boda había sido hace dos años y algunos meses. Podría pensarse que se trataba de un asesino enfermo, sin embargo, todos ellos murieron de manera natural. En un lapso de dos meses ambos perdieron a todos sus hermanos en un accidente y los padres de ambos murieron de depresión. Lo que no explicaba con claridad la nota era la muerte del cura y su monaguillo, lo mismo la del músico, que también estaban muy bien disecados a pesar de que no eran trabajos tan precisos como los demás. Su esposa tuvo la idea, en su vida solitaria, de disecarlos a todos. No quiso que los enterraran. Ella misma le pidió que también ambos se disecaran, formando con los cadáveres, por las razones que ya todos suponen, la escena de la boda, el día más feliz de su vida. Noté que el cuerpo de ella era el mejor disecado, mi trabajo casi se le comparaba. Contemplé por unos minutos toda la escena. Era, a su manera, hermosa y brillante. Lo ubiqué y cerré la puerta con doble llave en todas las cerraduras que disponía. Limpié el taller, tardé unas dos horas en hacerlo y cumplí con las últimas instruccio­nes, tomé mis cosas y me preparé para irme. Cerré la puerta de la entrada igual con doble cerradura. A la salida le entregué las llaves al francotira­dor que me dispararía en caso de no seguir las instruccio­nes desde el principio, en realidad esa fue la primera indicación o más bien advertenci­a que leí en la nota que estaba al costado de la puerta: Hay alguien apuntando afuera, disparará en caso de no seguir las instruccio­nes.

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