Cafta De la incertidumbre a la estabilidad económica
Nuestros gobiernos y legisladores han sido extraordinariamente proclives a avanzar grandes reformas sin llevar a cabo los cambios que serían indispensables para lograr su propio objetivo”.
H onduras lleva casi 200 años como nación independiente y los hondureños hemos visto de todo: períodos de luz y períodos de obscuridad, eras de crecimiento y etapas de crisis, tiempos de paz y tiempos de violencia, momentos de optimismo e intervalos azarosos. También ha habido innumerables planes grandiosos, la mayoría de los cuales acabó arrojando resultados casi siempre paupérrimos.
Muchas son las razones para esos pésimos resultados, pero destacan dos: falta de continuidad y falta de realismo. El problema de continuidad se resume en el hecho de que cada cuatro años se reinventaba la rueda. No ha habido plan en Honduras que resistiera un cambio de presidente: cada gobierno le ha impreso una lógica nueva a su proyecto, generalmente sin que mediara una evaluación objetiva de lo existente.
Por otro lado, la falta de realismo se deriva del voluntarismo (o idealismo) que ha solido caracterizar a los planes de gobierno: llegaba una nueva pandilla al poder, llena de ideas creativas e innovadoras con las que esperaba cambiar, transformar al país de raíz. Algunos de esos planes tenían sentido, pero la abrumadora mayoría eran meras ocurrencias, sustentadas en la expectativa de que el gobierno, porque era el dueño del mundo, iba a lograr su cometido.
En adición a lo anterior, nuestros gobiernos y legisladores han sido extraordinariamente proclives a avanzar grandes reformas sin llevar a cabo los cambios que serían indispensables para lograr su propio objetivo. Así, acabamos con una Constitución saturada de buenos deseos que no tienen ni la menor probabilidad de traducirse en el desarrollo del país o bienestar de la población.
El resultado ha sido la incertidumbre y la desconfianza. Todo dependía del presidente en turno y su plan cuatrienal. Lo importante no era consolidar un sistema de gobierno que tratara a todos los ciudadanos por igual, sino la visión individual y los amigos.
Con una excepción que sí ha transformado al país: el CAFTA, que fue concebido para conferirle permanencia a las reformas que se habían llevado a cabo hasta ese momento. Buenas o malas, y con todas sus insuficiencias, esas reformas entrañaban la oportunidad de efectivamente transformar la realidad, pero sólo si se preservaban en el largo plazo. En otras palabras, el imperativo categórico del CAFTA fue el de procurar darle certidumbre a la piedra de toque del proyecto modernizador del país: la inversión.
Pero todo se paralizó justo cuando el conjunto de la sociedad y economía hondureñas tenían que co- menzar a experimentar una transformación en las estructuras productivas y en la educación, en la naturaleza del gobierno y en los mecanismos de regulación para elevar la productividad.
Lo urgente implicaba completar una transición integral para pasar de una economía cerrada y protegida a una abierta y competitiva. Sin embargo, en lugar de que eso ocurriese, se acabó creando y preservando una economía dual donde una parte es competitiva y la otra constituye un fardo para el crecimiento.
Cualquiera que sea la posición que uno tome respecto al CAFTA, nadie puede dudar de su enorme trascendencia y de su función medular en haber contribuido a lograr esa certidumbre que hoy ocurre en la economía hondureña