Con otra óptica Honduras gordita
Al cumplir 14 años, un febrero ventoso, solicité a mi madre no conmemorarme el natalicio pues era fiesta cursi (salía yo de la infancia y toqueteaba la pubertad), además de que eran mis seis hermanos quienes más disfrutaban la celebración. Como ha de comprenderse había siempre a la mesa discusiones en cuanto a quién le tocaba muslo o pechuga, horchata o agua, fondillo o enjundia de gallina, ya que aunque los padres se esforzaban, tropa tan genuinamente hambrienta corrompía las disciplinas, desordenaba los menús y dejaba asomar cada vez más los futuros caracteres que identificarían a cada cual.
“¿Qué quiere de regalo?” insistió mi dulce matrona. “Un pollo” dije “entero para mí”. Y no tardó en prepararlo. Al día siguiente, a vuelta de la escuela, aquel apetitoso, oloroso, aromático ente desplumado y asado me fue puesto en una bandeja y corrí, tortillas en mano, a devorarlo en sitio escondido, las escaleras que colindaban con el patio de azahares y guayabos en flor. Pero no pude, a la tercia parte del espécimen casi vomitaba por el hartazgo y fui y devolví lo restante para mis hermanos, me arrepentí de la gula y conocí cierta interesante enseñanza: que se pierde la dimensión del hambre y se confunde la necesidad del alimento cuando se exagera el placer con abuso, lo que lleva a comer desmesuradamente, esto es, al ciclo inevitable de la adicción. Bien se sabe que entre más se come más se expande el estómago.
Y lo recuerdo porque en cada kilómetro que recorro de mi amada patria observo obesos. El hondureño no sólo aumentó su estatura promedio (1.62, en 1940, a 1.70 y más actual) sino que su cintura se incrementa año tras año en cuatro u ocho pulgadas en delante. La mujer es redonda muestra de vastos senos y glúteos, excepto que demasiado cercanos a la desproporción antiestética y de contra salud, dándose innúmeros casos de personas que exhiben exagerados montos de grasa en panzas y culos (sus verdaderos nombres) o bien desequilibrio entre estatura y peso, de los que ya sabemos la ciencia médica fija las reglas claras de una relación salubre. El país va, por ende, en ruta a una masiva gordura poblacional que nadie (Estado, colegio médico, hospitales, ministerio de salud) se atreve a advertir como riesgo inmediato para el origen de enfermedades asociadas (hipertensión, diabetes, hipotiroidismo, colesterol LDL, hiperlipidemia, deformaciones óseas). Honduras se hace cada vez más gordita pero no por convenientes resultados de una buena dieta sino por lo opuesto.
Y si a ello se agrega la inveterada inclinación catracha a salar y azucarar sus alimentos más allá del rango racional, las fórmulas para un pronto desastre colectivo están dadas, ocurriendo la posibilidad de que los servicios médicos colapsen (más de lo que están) por lo citado, ya que al (la) ciudadano (a) parece importarle poco, o nada, tanto su apariencia externa (nalgón, panzona, ojeroso, paticorva, abotagado, mofletuda, pechona, breco) como la marcha idónea del ritmo de su cuerpo. A ello se suma ––o es, más bien, actor principal para patologías–– la preferencia hondureña, de entre todas las cocciones, por lo frito. Toneladas de aceite y grasas saturadas y trans emergen de las cocinas locales cada atardecer, dándose el caso que en el lago de Yojoa se cuece 40 pescados con el mismo óleo culinario. El salvadoreño se sorprende de que su afamada pupusa sea fritangada en Honduras en vez de cocinarla al comal.
¿Cuántas libras pesa usted…?. ¿Pertenece ya al grupo de obesos o está por serlo? ¡Bienvenido al club de la muerte pronta y discreta o al de los inteligentes que cuidan su salud!
La mujer es redonda muestra de vastos senos y glúteos, excepto que demasiado cercanos a la desproporción antiestética y de contra salud”.
“Honduras se hace cada vez más gordita, pero no por convenientes resultados de una buena dieta sino por lo opuesto”.