Diario El Heraldo

Sempiterno

- Autor: Elvin Gabriel Alemán

Buenos Aires, 20 de junio de 1963. Preparo el lente, apunto y disparo. El flash, en ráfaga, quema la imagen en algunas de las retinas más cercanas. Unos minutos después, los guardaespa­ldas y la policía local nos retiran del lugar a mí y a los que estaban a su lado (físicament­e) en sus últimos momentos. El chico fue, por falta de mejor término, valiente. Quiero decir que tenía sus ideales. Vivió y murió por ellos.

El viejo… no me sorprende mucho que haya muerto. Pero la forma, la intensidad y la rapidez del asunto casi me toman por sorpresa.

Los policías nos interrogan por algunas horas y piden insistente­mente el rollo de mi cámara. Tengo derechos. Tengo principios. Mi cámara es mi vida, los ojos a través de los cuales presento mis ideas a este mundo. Accedo a compartir copias de las fotos con la policía, aunque para mañana, la mejor de ellas será la portada en los diarios de todo el país. Sí. Será la joya central de mi corona.

Bajo las gradas de la comisaría lo más rápido que puedo, cruzo el vestíbulo y detengo un taxi. “A las oficinas de El Telégrafo”, digo al chofer. “Y rápido.”

Cruzamos el laberinto de calles de Buenos Aires. El chofer va escuchando la radio. Suena uno de esos grupos británicos de moda, no logro distinguir cuál.

Por fin nos detenemos ante el edificio de El Telégrafo; casi tan antiguo como el diario, de cinco pisos de altura y cada uno de ellos plagado de ventanas. Le pago al chofer y cruzo el umbral. Bajo hacia el sótano, paso frente al extenso archivo del diario y entro al cuarto oscuro. Qué gusto da ver algunos de mis trabajos anteriores colgados en la pared.

Todas las herramient­as están aquí. Mis compañeros de profesión suelen burlarse por lo estricto que soy al ordenarlas, pero esta es la forma en la que me gano la vida, y no sé en qué situación me encontrarí­a si me permitiera el crimen del desorden.

Retiro el rollo de la cámara con cuidado y lo coloco en un marco. Soy consciente de la oscuridad del cuarto, pues afuera hace un sol detestable.

Coloco los negativos en el tanque de revelado y dejo a los químicos hacer su trabajo unos cuantos minutos. Una por una, voy fijando las fotos en el papel. Es un proceso que tiene su tiempo y su ciencia. Estoy ansioso por ver el resultado.

Y entonces, aparece ante mí, en blanco y negro. Soy recompensa­do inmediatam­ente. ¡Es perfecta!

Hago dos copias más, subo a la recepción y llamo a Rodríguez por el teléfono.

Le digo que baje al cuarto oscuro. A estas horas todos los diarios importante­s ya tienen la noticia, pero no me tienen a mí.

Rodríguez cruza el pasillo unos 15 minutos después de la llamada. Es el encargado de la sección de Sucesos. Quiero pensar que nos llevamos bien, pero el motivo por el que le hago bajar no es la amistad, no. Quiero que este hombre, el hijo del editor, sea quien permita que mi nombre sea escrito con letras de oro en las páginas de la historia.

“No lo sé, Lucio. Parece muy gráfico”, me dice.

“Tiene que ser esa. Vos haceme caso”.

Luego de discutirlo un rato, acepta. Le doy dos de las ampliacion­es para la edición de mañana y le digo que la policía vendrá por una de ellas.

Al salir de la oficina, paso por una tienda y compro un marco para la copia que me quedé. Cuando llego a casa, la cuelgo en mi estudio y la admiro un rato.

Ante un podio y detrás de unos gruesos lentes, Mauricio Spinelli, líder del Partido Socialista de Argentina, ignoraba su destino. A su derecha, y detrás de un revólver calibre .38 que apunta a Spinelli, Alejandro Sosa. Un integrante más del infame Movimiento Nacionalis­ta Trabajador Argentino.

Sosa se encontraba al frente en la conferenci­a de prensa. Se abrió paso entre los guardaespa­ldas, desenfundó el revólver y acabó con Spinelli en medio de su discurso. Luego acabó con su propia vida.

El Pulitzer ya era mío.

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