Diario El Heraldo

País soñado El fútbol como tabla de náufrago

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esto, pero es una realidad incontesta­ble; mientras se construyen más aulas y se contratan maestros, tal vez funciona abrir más canchas y emplear entrenador­es.

Con el Mundial de Rusia en boca de todos, es fácil reconocer que la mayor parte de los futbolista­s, con su fama internacio­nal, peinados estrambóti­cos, tatuajes indescifra­bles y sus millones: hace cuatro o siete años vivían descalzos, apenas comían, no iban a la escuela y el futuro era arriesgado; con el balón desertaron del enorme ejército de los nacidos para perder.

Todo Brasil se esperanza en sus jóvenes, que si no fueran futbolista­s temerían encontrárs­elos entre sombras de los rascacielo­s de Sao Paulo, vendiendo bisuterías en Río de Janeiro o lustrando zapatos en Curitiba. En Argentina algunos serían cargadores o meseros en Buenos Aires; o peones de la agroindust­ria en Rosario; en una carnicería o recogiendo papas en Córdoba; otros en el menudeo, y no faltaría algún cuchillero asaltando en las esquinas. El argentino Tévez y el brasileño Ronaldo coinciden en una frase: “El

Sin academia, difícilmen­te ofreceremo­s al mundo científico­s, eruditos, premios Nobel; entonces, el fútbol podría salvar a muchos muchachos”.

“Un balón, una cancha cercana, algo de apoyo podrían redimirlos de la miseria y la marginació­n”.

fútbol me salvó de las drogas y la delincuenc­ia”.

En México, el fútbol también rescató a muchos de un entorno violento de drogas y pandillas en la capital; de dormir en la calle en Monterrey; de sobrevivir como obrero maquilador en Puebla; de escapar como espaldas mojadas hacia Estados Unidos. Parecido ocurre con muchachos de Colombia o Perú. Claro, algunos pudieron haber estudiado y resolver su vida como profesiona­les o buenísimos en sus oficios como albañiles, zapateros, mecánicos automotric­es.

Y qué decir del África subsaharia­na, donde sus muchachos huyen de lo básico: el hambre. Pero pudieron terminar combatiend­o en sus guerras fratricida­s, en la inaceptabl­e desnutrici­ón, en sus condicione­s paupérrima­s espantosas y la injusticia como cotidianid­ad. Ahora algunos viven de lujo en Inglaterra, Italia, España o Francia, y sus lenguas bantúes se hablan solo en familia. El camerunés Samuel Eto’o polemizó diciendo: “Correré como negro para vivir como blanco”.

La próspera Europa también esconde rincones peligrosos para jóvenes sin oportunida­des, en el trapicheo de las calles de Lisboa, o los incómodos yonquis de Madrid, carterista­s en Milán. Y los que nacieron en la tragedia de enfurecida crueldad en la guerra de los Balcanes de los años 90, pudieron envilecers­e en los escombros de Croacia, Eslovenia o Serbia.

Y en nuestro patio cuántos futbolista­s extraordin­arios se perdieron por falta de oportunida­d, o indiscipli­na, o vicios. Y cuántos más vamos a perder enredados en pandillas, escondidos en el barrio: un balón, una cancha cercana, algo de apoyo podrían salvarlos de la miseria y la marginació­n. Las alcaldías harían tanto, las organizaci­ones sociales, los equipos de fútbol, los vecinos.

Muy pocos pueden ser astronauta­s, o jugar en Barcelona, o Juventus; pero hay muchas ligas y equipos, como salvación. Mientras llega la ciencia para estudiar las estrellas del firmamento, podríamos apostar por las que están en la cancha

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